Soporífero film con pretensión “de arte”
Perfectamente a tono con el paladar francés y el del público snob de los festivales de cine de arte, esta película de Bruno Dumont es el típico producto pretencioso donde los personajes se pasan largos minutos mirando el horizonte, hablan poco cuando están entre ellos, y dicen lo menos posible que tenga algún significado argumental, no sea cosa que se vaya a romper el hermetismo general y al espectador le cueste un poco menos entender de qué va todo el asunto.
En este caso al menos pasan cosas de vez en cuando (aunque las menos de dos horas de metraje se vuelven realmente eternas), incluyendo algunas que podrían dar más sentido a esta historia más absurda que realmente fantástica sobre las andanzas de un extraño hombre que deambula por las playas cercanas al Canal de la Mancha matando al padrastro al parecer malísimo de su amiga, pero también a varios otros personajes sin que haya algún móvil para esos crímenes.
El protagonista, David Dewele, es un buen actor que sabe sostener hasta el extremo expresiones imperturbables en medio de cualquier situación, y por otro lado debe haber sido muy difícil componer el misterioso personaje y entender sus motivaciones al momento de negarse a los requerimientos románticos de su hermosa compañera, para luego tener sexo con la primera desconocida feúcha que aparece por ahí. De hecho, esa escena de extraño erotismo es una de las más descolgadas e interesantes, por no decir intensas de todo el soporífero film.
Llegado el desenlace, hay una especie de milagro que parece referirse a una de las mejores películas de Carl Th. Dreyer, «Ordet», pero como cualquier comparación no tendría sentido, mejor olvidar este detalle.
Lo que hay que reconocer es que Dumont es bueno para encuadrar paisajes, como se puede comprobar largamente gracias a la gran cantidad de planos generales fijos donde no pasa nada.