Bruno Dumont sigue sacando (buen) provecho de estos personajes extraños, perdidos, que se relacionan con jóvenes algo inocentes e igualmente perdidas. De alguna manera, el film une las obsesiones de sus primeros trabajos con el tono algo más religioso del último.
En esta etapa, digamos, algo más mística de su filmografía, el director francés adopta a su estilo un relato muy sencillo acerca de la relación entre una chica solitaria y una especie de vagabundo que viven en una zona con muy poca población (llamarlo “pueblo” ya es mucho, me parece) y que atraviesan juntos una serie de complejas situaciones.
Entre Terrence Malick y Carl Dreyer, con la ya inevitable comparación con Robert Bresson en el medio, Dumont logra meternos en otra relación compleja entre un hombre y una mujer y, a la vez, pintar un personaje masculino misterioso, intrigante, que va del “Bien” al “Mal” sin saber muy bien cuál es la diferencia entre ambos. Un personaje extravagante, milagroso, raro, que se suma a la galería de los del director de La humanidad, quien cada vez va más a fondo en su búsqueda visual y que parece cada vez más querer acercarse al “film como experiencia sensorial” que a otra cosa. Muy distinto al Malick actual, pero no tanto, esta vez, al Malick de Badlands, especialmente en el “disparador” narrativo.