La visión de un cineasta
“Es cineasta aquel o aquella que expresa un punto de vista sobre el mundo y sobre el cine, que resulta de una percepción y de una asimilación de los filmes existentes antes que él…”
“¿Pero hay algún placer más poderoso que el de sentirse perdido en un filme? Tal es el gesto de la poesía en el cine.”
(Jean Claude Biette)
Hay un doble movimiento que se puede rastrear en la corta, hasta el momento, filmografía de Dumont. Por un lado, la lectura de la tradición autoral en la que parecen inscribirse sus películas. Más allá de ciertas referencias a la poética de Dreyer, cada plano de Fuera de Satán recuerda a Robert Bresson y vuelve a ratificar su estilo despojado, de distanciamiento pero con una estética cuidada y de búsqueda constante. Esa explotación de la materia sonora que reemplaza a todo indicio de emoción inducida por la música, a la vez que evita cualquier aprehensión de sentido dictada por mecanismos narrativos convencionales, es la forma que tiene el director de revitalizar la obra del maestro francés.
No obstante, en un segundo movimiento, está su gesto (no exento de provocación) a través del cual se manifiesta un punto de vista sobre las posibilidades del cine, sobre su alcance y su estado dentro del complejo mapa contemporáneo. Desde esta perspectiva, se instala una política estética que rechaza algunos principios tranquilizadores y estables, fácilmente reconocibles dentro de la industria del entretenimiento. En primer lugar, el desconcierto por no hallarse el espectador en un lugar referencialmente seguro (¿qué estamos viendo?, ¿dónde sucede esto?, ¿quiénes son estos personajes?). Como hiciera antes en La humanidad, coloca contadas criaturas a deambular por una geografía inmensa, natural, donde no pareciera haber más ley que el instinto. La indeterminación espacial es un signo político; el hecho de correrse de la capital parisina, de la urbe, para indagar en otras fronteras, con personajes al borde de la civilización (o por fuera de ella), habla de zonas que mediáticamente no se ven ni se venden como parte del paraíso europeo.
Tal representación del mundo posibilita que su protagonista, un hombre extraño capaz de matar pero de hacer milagros, junto con su mejor amiga, decidan qué hacer según las circunstancias, alejados de convenciones éticas y morales establecidas. Dumont explora sus rostros, apuesta a los silencios e inserta lo religioso como una duda, como parte de un ascetismo que se resiste a cualquier interpretación alegórica. Por ello, la ausencia de ángeles, campanas o haces refulgentes tal vez no sea un estímulo viable para una platea muda al final de la película que no concibe el placer más allá de entenderlo a partir de lo inmediato.
La puesta en escena enmarcada en esos escenarios bajo luz natural, con rostros “vivos”, sin maquillaje, habla de una radicalidad que, además, tiene su fundamento en el tiempo. La duración de cada plano, la reacción contra la supuesta comodidad del espectador sedada con explosiones audiovisuales, es otra forma de provocación que da cuenta de un síntoma en parte del cine contemporáneo y que alude a la espera, a una forma de educar la paciencia para invitarnos a mirar (y retener). Por ello, la visión del cineasta Dumont invita, en todo caso, a recuperar un modelo de espectador capaz de entregarse nuevamente a la maravillosa ambigüedad que es capaz de entregar el cine (aunque ello ponga en vilo su principio de placer).