Un antídoto contra la indiferencia
En la nueva película del director de La humanidad hay evidentes reminiscencias de la mitología cristiana: en el protagonista parece recaer el papel de Cristo, pero un Cristo negativo, un redentor salvaje capaz de matar para salvar.
El hombre delgado tiene un aspecto humilde, casi gastado, pero su cara parece siempre sonreír, una sonrisa incompleta, aunque en realidad no lo hace. Se arrodilla en medio del campo (no debe pensarse en la Pampa verde hasta el cielo, sino en un campo de valles y colinas e incluso de arena y mar, sin horizonte) y de cara al sol, se pone a rezar. O algo así: no caben dudas de que se conecta con algo más allá de sí y, quién sabe, también del mundo. Luego atraviesa ese campo de subibaja y camina hasta encontrar una chica parada junto a una granja, que no se sabe si ha llorado pero es seguro que sufre. Ella es casi transparente, con el pelo y los ojos tan negros como su ropa. Todo acentúa esa transparencia, él mismo sin ir más lejos. Con delicadeza le pone una mano en la espalda y la conduce otra vez al campo. Llegan a una torre con un gran tanque de agua como capitel, él entra y sale con una escopeta. Vuelven a la granja, esperan. Después de un rato, sin rencor ni ningún otro sentimiento envenenándole el gesto, él le pega un tiro en el pecho a otro hombre que sale de un galpón cargando una carretilla. El hombre delgado y ella se miran y se van: no se han dicho una sola palabra. Si un árbol cayera en medio del bosque sin que nadie lo viera, ¿habría caído realmente? La respuesta es antes una cuestión de fe que de certeza.
Ciertamente el cine de Bruno Dumont parece construirse sobre todo a partir de creencias que se cuestionan y silencios a veces rotos, pero también de amores siempre imposibles y violencias que son el desborde inevitable de una paz engañosa. La escena narrada es el inicio de Fuera de Satán, más reciente película del director de La humanidad, y tiene la virtud de brindar con envidiable economía información muy valiosa para entrar en el clima de la historia. Por empezar, el campo. Ese decorado natural en el que las cosas ocurren pero que, se ha dicho, no es el campo espacioso y oxigenado que imagina un argentino cuando se habla del campo. Este es una celda, laberíntica, inabarcable, pero celda al fin y, aunque cruzado de caminos, ninguno parece ser de salida. Si de un lado las montañas le ponen un límite, del otro lo cierra el mar y los dos protagonistas se cansarán de caminar entre esas dos murallas como ratones en una pecera de vidrio. Luego están ellos, el hombre delgado y la chica, entidad única y dual, que bien podrían ser el desdoblamiento de aquella niña santa de Lucrecia Martel, una referencia estética a tener en cuenta. El, siempre dispuesto pero ambiguo, mansamente rabioso; ella, puro amor y deseo en carne viva, dolorosamente casta. Y por fin el asesinato, cometido como si se tratara de un milagro y no de un crimen, porque tal vez los crímenes (¿cuántos?) son anteriores, la causa de esta muerte.
Desde el comienzo es evidente que en Fuera de Satán hay una obvia reminiscencia de la mitología cristiana, también presente en otras películas de Dumont (véase Hadewijch, entre la fe y la pasión, estrenada en Buenos Aires durante 2010). En el protagonista masculino parece recaer el papel de Cristo, pero un Cristo negativo, un redentor salvaje capaz de matar para salvar o de cogerse a una mochilera evidentemente poseída de lujuria, para liberarla, tras compartir con ella una cerveza. Porque en Fuera de Satán el Mal está rondando y su presencia no sólo es sumamente física, sino que su potencia guarda relación directa con la forma vehemente en que la película entiende la redención. Por su parte, en la chica habrá destellos de Pedro, de Magdalena, de la Serpiente, de Lázaro. Habrá milagros; el exorcismo de una niña habitada por la adolescencia; una caminata sobre el agua, una última cena (aquí desayuno) y hasta un cordero, tentaciones y una resurrección. Este carácter religioso del relato se acentúa en la relación ritual de sus protagonistas, cuyos roles tal vez lleguen a invertirse. Claro que Dumont tiene la virtud de hacer una lectura oblicua, parabólica del cristianismo, que le evita caer en literales y simplistas operaciones de dos más dos.
Fuera de Satán está construida a partir de secuencias en las que la calma es el eje, pero siempre coronadas por estallidos de violencia. Aun así no hay contraste ni oposición entre ambos extremos, en tanto violencia y calma resultan aquí orgánicas. Tal vez porque, como decía uno de los personajes de Hadewijch, “la violencia es natural, una consecuencia lógica” de un estado de las cosas. Igual que el Big Bang echando a rodar el cosmos: ése parece ser el camino elegido por Dumont para hacer un cine capaz de golpear sin estridencias pero con fuerza. Como un árbol cayendo en el bosque, un antídoto contra la indiferencia.