Inesperadamente, se estrena en la Argentina este film del francés Bruno Dumont, uno de los realizadores más importantes de las últimas dos décadas. Lo primero que hay que advertir es que se trata de un film extraño por su tono: realismo sucio, extremo, en el norte de Francia, donde se retrata la relación entre una joven y un lúmpen que vive casi a la intemperie. Pero eso es sólo la situación de base de un film que, además, arranca con alguna muerte. Lo que sigue es el enrarecido trayecto de ese lúmpen, una especie de santo salvaje o una encarnación de Cristo. El clima siempre es opresivo, casi como de película de terror, donde cualquier cosa puede pasar aunque todo se inscriba en el más puro de los naturalismos. Hacia el final ocurre algo que no debemos contar: de hacerlo, no solo se rompería una de las sorpresas y grandes asombros de la película, sino que también se quebraría el sentido de este peregrinaje donde varias veces estalla la violencia sorda o la sexualidad salvaje. Dumont dice ser ateo, pero la película es ni más ni menos una parábola religiosa que deja al espectador en un estado de conmoción e inestabilidad emocional (exactamente como si fuera una película de terror, una buena película de terror) pero también de cierta euforia. Una de las obras más estimulantes del año cinematográfico, de una belleza secreta y de un gran rigor (no hay una toma de más) a la hora de elegir qué mostrar.