El cine de lo incierto
El cine de Bruno Dumont estará nuevamente entre nosotros gracias al vigoroso circuito de exhibición independiente que ostenta la ciudad, pues el Cine Teatro Córdoba (27 de abril 275) estrenará desde hoy (y hasta el domingo) la última película del filósofo francés (y el mes próximo se repondrá en el Cineclub Municipal Hugo del Carril), una noticia para celebrar pues se trata de una obra particularísima, digna de un autor fundamental de nuestro tiempo. Dumont ha hecho del extrañamiento una posición (est)ética, una forma de entender el mundo que guía su entera cinematografía: el autor por excelencia de la religión (o de la experiencia mística) plantea en cada nueva película una metafísica construida con la más cruda materialidad, como si el desafío fuera buscar la divinidad en el barro del mundo. Ateo confeso, provocador lúcido y polemista irredimible, Dumont suele trabajar desde la incertidumbre, abrazando aquello que el resto teme o rechaza: será porque justamente busca problematizar certezas, crear inestabilidades donde hay seguridad, creencias compartidas, tradiciones interiorizadas, estéticas naturalizadas. De allí que el resultado de su cine sea, invariablemente, la incomodidad, aunque después vendrán también la fascinación, el deslumbramiento, la sorpresa y, ¿por qué no?, el redescubrimiento del mundo.
Fuera de Satán es además una especie de síntesis de su cine, un filme donde el autor ha conseguido refinar las formas hasta adaptarlas perfectamente a su objeto, en este caso una indagación sobre la figura del enviado. Su protagonista sin nombre (David Dewaele en su primer protagónico) es una especie de redentor, un vagabundo desclasado que vive en las praderas de un pequeño pueblo francés ayudando a su gente, posiblemente la continuación de un personaje que ya aparecía en el anterior filme de Dumont (Hadewijch, entre la fe y la pasión). Claro que aquí no habrá un ápice de la pureza iconográfica del cristianismo, que es el referente más claro de la película: ya en la tercera escena del filme, el tipo buscará una escopeta y, en plano general, disparará a quemarropa a un hombre que trabaja en un galpón. La razón, que el asesinado abusaba de su mejor amiga, una adolescente de fisonomía frágil y estética gótica (Alexandra Lemâtre), que se hace cargo de su alimentación y está enamorada de él, aunque no le corresponda. La reacción de ambos será mínima, y continuarán con su vida como si nada: caminando por los montes y bosques del lugar, manteniendo diálogos mínimos, rezando cada tanto con la mirada puesta en el atardecer. Pero la parsimonia de la campiña francesa se verá interrumpida por nuevos incidentes: nuestro protagonista intentará exorcizar a otra adolescente, y en otro pasaje atacará salvajemente a un guardabosque que quiso cortejar a su amiga. ¿Se trata acaso de un psicópata violento que cree ser Jesús? ¿O es efectivamente un enviado, una especie de curandero milagroso? La respuesta no será sencilla, no sólo porque Dumont apueste a la ambigüedad sino porque no habrá ningún psicologismo que auxilie: en algún pasaje, el hombre “sanará” mediante sexo violento a una mujer pervertida, y luego realizará un verdadero milagro; aunque la violencia estará siempre allí, latente, esperando a surgir para destruir toda certeza.
Elegante y precisa en su forma, Fuera de Satán podría mejor ser entendida como una gran pieza de suspenso: la “no actuación” de sus protagonistas potencia la precisión de su puesta en escena, que ostenta una coherencia inusual en el planteamiento formal a través de planos generales del campo (que le otorgan un sentido dramático a los escenarios), planos medios que se convierten en generales (por el uso de la profundidad de campo) y planos detalle de sus personajes (que reinventan el primer plano del rostro, gracias a las heterogéneas fisonomías de sus intérpretes, casi siempre inexpugnables). Se intuye que la clarividencia formal de Dumont es importante: cada plano tiene su razón de ser y su justificación dramática; aunque pocos directores son capaces de utilizar como él la profundidad de campo y los diversos espacios internos de un mismo plano (basta ver la escena del asesinato, con la irrupción del justiciero en primer plano), para sacar el máximo provecho a una puesta tan austera como rigurosa y precisa en sus efectos. El uso de la luz es, por momentos, un verdadero prodigio (ver el tercer plano del filme, un amanecer con el protagonista en contraluz), así como también el sonido, que consigue atrapar la vida en su devenir sonoro. El resultado, en todo caso, es un filme capaz de redescubrir el mundo pero no para mistificarlo o convertirlo en su opuesto, la más pura e incrédula materialidad, sino para restituir su misterio insondable, acaso su estado original, a través de la magia del cinematógrafo.
Algo similar hacen Win Wenders y Nicholas Ray en Relámpago sobre el agua, gran filme que el crítico Fernando Pujato programó en el ciclo sobre la mejor película de los años ´80 que se presenta los viernes en El Cinéfilo Bar (Bv. San Juan esq. Mariano Moreno). Aunque en un orden inverso: aquí, mediante la ficcionalización explícita de los últimos días de Ray (director convaleciente que literalmente propone a su amigo filmar su muerte), ambos directores restituyen el valor del cine como un modo lúdico de reflexionar sobre el hombre, la vida y sus intermedios.
Por Martín Iparraguirre