LOS ATEOS
Hay directores que con sólo nombrarlos invocan la peste. Bruno Dumont es uno de ellos. La desconfianza que despierta es magnífica, la antipatía inigualable. Ateo confeso y bressoniano (más por Bernanos quizás que por el propio Bresson), desde su primer película, La vida de Jesús hasta Hors Satan, la especialidad de Dumont es la experiencia religiosa.
Se suele decir que sus trucos están a la vista. De su galera, tal vez, no puede salir otra cosa que un conejo desnutrido y ni siquiera blanco. Diríamos, entonces, que de su puesta en escena no puede haber otra cosa que una cogida violenta y alguna incursión voluptuosa en los misterios de la fe. Los conejos cogen, sus criaturas cogen como conejos.
Algún día me gustaría vivir en un mundo sin nombres propios. ¿Qué veríamos en Hors Satan si estuviera firmada por un desconocido? Es probable que Dumont, el sujeto empírico sea un cretino, aunque un amigo en común me decía hace unos tres meses atrás que esa reputación de monstruo, esa bestia inhumana esconde un buen y noble corazón. En verdad, poco importa si un director de cine es una buena persona o una criatura infame. No habría que confundir nunca la firma con la carne. Es como el analista: en su vida privada puede ser un miserable, pero su técnica y su experiencia clínica puede resultar terapéuticas.
Las películas de Dumont, efectivamente, sí poseen sus pasajes mágicos. Un primer plano de una vagina de una actriz no profesional suele celebrarse como un triunfo de la estética sobre la anatomía. De hecho, no hay película de Dumont que carezca de su escena pornográfica controversial. Copular, en estas coordenadas simbólicas, es casi rezar.
Pero detrás de la pose y del cálculo, Dumont insiste en un camino, y en esto hay que concederle un poco de crédito. Desde el inicio hay una virtud indiscutible, y en esto adjetivarlo de bressoniano no es del todo un despropósito. Digámoslo así: Dumont es un gran curador de modelos. Su talento consiste en hallar una mirada (a veces más que humana o demasiada humana) en hombres y mujeres que sin una cámara de por medio pasarían inadvertidos. Su axioma de trabajo y punto de partida dice: “No creo en Dios, y mis películas no piden ninguna fe a su audiencia excepto la tener fe en el cine. Porque para mí el cine es lo que permite acomodar lo extraordinario en lo ordinario”. Las miradas de los protagonistas de La vida de Jesús y de la niña santa en Hadewijch, por citar dos ejemplos, dejan ver, no hay otro modo de decirlo, un elemento singular de la vida humana. En esos modelos, como sucedía en los de Bresson, la decisiva singularidad de un hombre plasma una noción de universal de humanidad sin apelar a la abstracción. En un hombre cualquier, en una mujer entre otras, lo universal se encarna.
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Hors de Satan
La fuerza de Hors Satan se sustenta en la presencia casi diabólica de David Dewaele, el actor que interpreta al jardinero que va a la cárcel y que en el final de Hadewijch tiene un rol decisivo. Aquí es protagonista. ¿Es Cristo? ¿Un manosanta desclasado? El hombre, así se lo llama en los créditos, camina por los arroyos y senderos de un pueblo campesino del norte de Francia, duerme en el suelo, prende el fuego y hace milagros, incluso disparándole a un hombre que abusa de su hija o matando también de un tiro a un ciervo. En algún pasaje curará la perversión de un alma a la deriva cogiéndola de tal modo que su pene erecto parece convertirse en una falo estaca que concluye con una existencia vampirizada y envilecida de una joven mujer.
Este hombre extraño e insondable ama profundamente a su única amiga, de la que no sabremos el nombre, y con quien pasea a menudo y hablan casi todo el tiempo, una conversación tan económica como la película. En algún momento, apagará un fuego exigiendo de ella una prueba; más tarde, la vieja anécdota de Lázaro recobrará sentido.
¿Qué es Hors Satan sino una aproximación a una experiencia, quizás no del todo divorciada del misticismo negativo, por el cual en el reverso del desamparo cósmico todavía existe un remanente que redime la materia del mundo? ¿Teología negativa traducida al arte cinematográfico? Quizás. Sucede que en esta ocasión Dumont se encomienda en un ascetismo estético innegociable. Los planos ya no son extensos, una modalidad soberbia, al menos en esta caso, en el que el registro exige una naturalidad fiel y absoluta a la naturaleza. Dumont parece interesado en otro registro: los planos varían sobre un mismo campo visual no del todo especificado: el hombre descansa y eso habrá de verse desde tres o cuatro ángulos distintos. Una fluidez novedosa domina el tiempo del film.
Pero la proeza del film yace en el sonido. Después de verse el film sigue sonando, y en el recuerdo su sonoridad se ha hecho materia de la memoria y deseo de la conciencia estética. En efecto, la elección anacrónica y bizarra de elegir un audio monoaural responde a una exigencia ontológica. El sonido es un todo viviente, y su sincronización con la imagen participa quizás en el orden de un milagro técnico de reproducción y de adquisición. Hoy es un acto natural, pero que una imagen tenga un sonido, mucho tiempo atrás, debe haber sido un fenómeno paranormal.
La mejor película de Dumont, al despojarse de cualquier intoxicación semántica, como sí sucedía en Hadewijch, en donde una saturación simbólica estrangulaba el libre movimiento de las imágenes, revivifica una experiencia sensorial que en este registro de pobreza voluntaria parece, paradójicamente, inagotable. Por cada plano el mundo habla su propia lengua.
Quería saber si Moretti secretamente ridiculizaba al creyente o si tan sólo había sucumbido al amor obsecuente de los feligreses. Ni lo uno, ni lo otro. Ese es el veredicto.
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Habemus Papam
No hay duda de que Habemus Papam está entre lo mejor de su obra, después de su única y verdadera gran película: Caro diario. Como sabemos, el tema de esta última no es otra cosa que la decepción paulatina de los fieles respecto de su Papa elegido. Extraña parodia democrática la elección de un Papa: el voto individual de los prelados, en esencia, más que representar una convicción es la canalización directa de una voluntad de otro orden que dicta y confirma a su representante en la tierra.
Moretti no es un gran organizador del espacio cinematográfico. Filma como puede y a veces acierta en sus elecciones formales. El plano generalísimo parece su favorito. El registro de los fieles y el Vaticano en esta ocasión es notable.
Sin duda, el film se beneficia de su Papa. Michel Piccoli ofrece un trabajo extraordinario como un Papa que una vez elegido será objeto de un ataque de pánico y luego esclarecido a través de de un acto de desobediencia institucional y de obediencia personal. Cuando desde el Vaticano llaman al psicoanalista interpretado por Moretti, y éste pregunta sobre qué puede y no puede preguntar; llega a pronunciar obstáculo fundamental, el centro de todo conflicto: todo religioso, tarde o temprano, habrá de resolver su relación con su propio deseo. Y aquí, el deseo del Papa elegido, consiste en retomar una vieja y postergada pasión por el teatro. No lo expresa de ese modo, pero sí finalizará viendo una obra en un teatro y representando luego un papel al que su deseo le impone una lógica fuera de la obra en la que ha sido elegido como estrella canónica y única.
Hay en Habemus Papam una operación sagaz que hace añicos el núcleo de la creencia religiosa. Moretti destituye sigilosa y piadosamente el concepto de mediación. Que el Papa votado y elegido finalmente renuncie a su puesto y se resista a su predestinación es un acto que en otro tiempo histórico hubiera encendido los fuegos de la hoguera. Quizás por ello el retrato del feligrés y de los religiosos es demasiado respetuoso, casi al borde la sospecha. ¿Puede ser que entre todos los candidatos no escuchemos miserias y ambiciones inconfesables? Los cardenales son amorosos; los fieles en la plaza del Vaticano rebosan de simpatía. Moretti, a diferencia de Bellocchio, otro director italiano y ateo, que va de frente e impugna el accionar de la feligresía, apuesta a un retrato piadoso y acrítico de la institución mientras que impone una agenda secreta que hiere el fundamento de la fe.
La excesiva presencia de Moretti, por ejemplo el campeonato de vóley en el Vaticano, pertenecen a otra película, como también el pasaje, forzado y ligeramente demagógico, en el que se escucha a Mercedes Sosa. Sin duda, el cierre del film con la sugerente Misere de Ärvo Pärt, es una de las secuencias más extraordinarias de la carrera de Moretti.
Siguen las discusiones en torno a El árbol de la vida, la poderosa pero no del todo perfecta película de Terrence Mallick, sin duda, la película de un creyente y de un cineasta inimitable. Para muchos se trata del filme del año, para otros es una decepción.
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Le Havre
Quien no encontrará muchas resistencias en Cannes es Aki Kaurismäki, un incrédulo utópico cuya nueva película, Le Havre, carece de cierto cinismo difuso de algunas de sus películas y es el título más amable de la competencia oficial. Se trata de un filme político, acaso un cuento de hadas materialista, como si Tati y Bresson desde un más allá imaginario le dictaran las pautas estéticas de esta comedia sobre la inmigración, situada al norte de Francia y que tiene un giro romántico que puede conquistar hasta a un cocodrilo.
Un lustrabotas, por casualidad, termina ayudando a un niño venido de África en un container que encuentra la policía francesa. Allí van “los muertos vivos”, los inmigrantes. El niño logra escapar y la policía lo busca como si se tratara de Osama Ben Laden. Marcel Marx, que está casado con una extranjera y tiene un gran amigo asiático, entiende muy bien que la xenofobia francesa no es menor. En algún momento se verá un material de archivo de la destrucción de “La jungla”, el famoso asentamiento arrasado, hace muy poco, por la gendarmería y la policía galas.
En algún momento, Marx organizará un concierto de rock proletario. Así, juntarán el dinero para que el niño viaje clandestinamente a Londres. Algunos vecinos apoyan, otros delatan, e incluso en el seno de la policía hay un inspector desobediente. Y mientras esto sucede habrá un milagro: la esposa de Marx se curará de una enfermedad terminal. Así descripta puede parecer una película ingenua y blanda. Pero la puesta en escena, el tono emocional y las elecciones musicales hacen de Le Havre un filme sólido, bello y valiente. No pertenece al lote de las películas importantes. Y sin embargo revela algo de nuestro mundo sin traicionar jamás el arte cinematográfico.