Caricaturas violentas
Desquebrajar, carbonizar, golpear, disparar: un festín desaforado, un exhaustivo catálogo de matanzas. Fuerza antigángster es el famoso filme cuyo estreno fue retrasado porque un ciudadano estadounidense confundió en una función de Batman lo real con la ficción y acribilló a sus congéneres interpretando al personaje del Guasón. Sucede que en el filme de Ruben Fleisher había una escena similar en un barrio chino de Los Ángeles. La secuencia en sí quedó afuera, no la escena, en la que mueren varios inocentes.
En Hollywood, la violencia es algo dado, pocas veces se intenta contextualizarla y es un imperativo estetizarla. Coreografiar balas en cámara lenta es ya un lugar común, por eso la búsqueda de lo sublime pasa aquí por extender las virtudes visuales del ralentí: hacer añicos un adorno navideño, por ejemplo; o transmitir un poco de indignación, cuando vemos a un lustrabotas adolescente tener una muerte temprana por la impunidad cotidiana del hampa.
Y ahí está Sean Penn, deformado, estereotipado, sacado, excitado hasta el infinito y comprometido para componer a un mafioso de fines de la década de 1940. Una inscripción inicial nos confirma que este tipo existió y que veremos una reconstrucción de la realidad. Después de la Segunda Guerra, Los Ángeles era una ciudad enviciada y peligrosa.
¿De qué se trata? De una "guerra de guerrillas", dirá Parker (Nick Nolte), la máxima autoridad policial de la época, entre una fuerza parapolicial y un ejército mafioso dirigido por Michael Cohen (Penn). Un dato que no es poco relevante: Cohen no es napolitano o siciliano, sino judío. Y es malísimo. Según nos cuentan, un tal John O'Mara (Josh Brolin), sargento estoico (y veterano de guerra) reclutó a un par de agentes y pistoleros bajo la supervisión secreta de Parker. El objetivo: desterrar a Mickey Cohen y garantizar la seguridad de Los Ángeles.
Hay también un toque romántico: la amante de Mickey (Emma Stone) se enamorará de otro sargento, Jerry Wooters (Ryan Gosling). Y eso es todo. Un par de besos, muchos muertos y una colección de coreografías desmañadas de luchas y tiroteos, acompañadas de algunas líneas de diálogo ridículas.
En un pasaje de transición, Cohen se autodenominará "Mickey Mouse". Hay algo de cartoon fallido en todo esto, y si bien un tímido gesto cómico se insinúa cada tanto, la gravedad del tema y la legitimidad del origen del relato, sumadas a un realismo aplicado a la violencia explícita, denotan la falta de un punto de vista definido.
En definitiva: otro elogio a las fuerzas del orden que oscila imperfectamente entre la caricatura y la épica. Mucha pólvora y sangre, muchas figuras y glamour, mucho mobiliario y vestuario de época, pero, fundamentalmente, poco cine.