La isla de los deshauciados del mundo.
Apelando a las prescindentes herramientas del documental de observación, el director de Sacro GRA confronta la realidad de los migrantes de Africa que ingresan a Europa a través de la isla siciliana de Lampedusa y la vida cotidiana de los habitantes de ese enclave.
El Oso de Oro ganado por Fuocoammare en el Festival de Berlín, a comienzos de este año, le permitió al realizador Gianfanco Rosi –nacido en 1964 en Eritrea de padres italianos, trasladado a Roma a los 13 y con estudios de cine en Nueva York, hasta que se radicó definitivamente en Italia– igualar al austríaco Michael Haneke en una marca que sólo éste había alcanzado en el siglo XXI: alzarse con los premios mayores de dos festivales de cine top, para el caso los de Venecia y Berlín. De Venecia, Rosi se había llevado el León de Oro en 2013 por su documental previo, Sacro GRA, que cuenta también con su propio record, el de ser el primer documental que gana la competencia principal de ese festival. En Argentina, Rosi era conocido por un pequeño grupo de cinéfilos duros gracias a un tercer documental, Sicario’s Room (2010), que presentó en su momento el DocBuenosAires y consistía en el espeluznante y sereno relato a cámara del sicario de un cartel mexicano, que desde la habitación de un motel rutero contaba con lujo de detalles su carrera criminal. En Fuocoammare Rosi confronta, apelando a las prescindentes herramientas del documental de observación, la realidad de los migrantes pobres de África y Medio Oriente que ingresan a Europa a través de la isla siciliana de Lampedusa, y la vida cotidiana de los habitantes de ese enclave.
El de Fuocoammare es un relato escindido, en el que por decisión del realizador y a diferencia de lo que sucede en la realidad, ambas instancias no se rozan ni interactúan. Salvo por unas pocas figuras especializadas, representantes de los servicios de seguridad, salud y asistencia pública. Además de la escisión, Fuocoammare se presenta signada por el desbalance. Un largo cartel inicial da cifras que confirman el carácter problemático del tema de la migración: 400.000 arribados a Europa en los últimos 20 años; 15 mil de ellos embarcaron y no llegaron. Las preguntas surgen solas: de dónde vienen y en qué condiciones llegan, cómo fue el viaje desde sus países, de qué manera sobrellevan los sobrevivientes las muertes ocurridas en el trayecto, cómo es la convivencia con los lugareños en caso de que la haya, qué hace el Estado italiano con toda esa gente, dónde la aloja y por cuánto tiempo, cuál pasa a ser su estatus civil y laboral. Poco preocupado por el testimonio clásico (pero por qué meterse entonces con un tema que lo pide a gritos), recién en los últimos minutos de película Rosi –que no tiene relación de parentesco con el famoso Francesco Rosi (1922-2015)– se acerca un poco más a esta pobre gente que llega exhausta, enferma o muerta a un país que no conoce y en el que no sabe si la van a aceptar, respondiendo sólo de manera tangencial, somera y casual las menos de esas preguntas.
El metraje no es precisamente breve (114 minutos) y, sin embargo, al concentrarse en la vida de los isleños –la línea del relato preponderante, habría que ver si la más interesante– el enfoque de Rosi privilegia lo pequeño, lo nimio y pasajero. El que podría considerarse protagonista de la película es Samuele, chico típicamente avispado, como salido de una película neorrealista, hijo de un pescador. Samuele suele andar solo o con amigos. ¿Por qué va solo al médico y no lo acompaña la mamá? ¿O es la abuela esa señora que vive con él y llama a la radio local para pedir canzonettas, que dedica al marido y al sobrino? ¿Por qué, si Samuele va a la escuela, Rosi lo muestra en clase en un único plano?
Con un pausado, paesano tempo interno de cada plano como gran mérito estético y narrativo, Fuocoammare presenta dos grandes momentos. Uno de ellos viene, en verdad, por duplicado, y Rosi tiene la habilidad de fotografiarlo de noche y con brillos en el cielo, lo cual multiplica su aura fantasmagórica. Se trata de la estación de rescate, dentro de la cual se encuentra el helicóptero que acude a los pedidos de auxilio de las barcazas que traen a los inmigrantes. En ese contexto primario, esa estación parece una nave alienígena, bañada en tonos flúo y emitiendo voces metálicas. El otro momento es dramáticamente impresionante. Una balsa ha llegado y los muertos ascienden a medio centenar. Los equipos de rescate se ajetrean con los cuerpos, en la cubierta de una nave de prefectura. De pronto, corte a un plano general que deja ver, sobre cubierta, varias bolsas con cierre y tres agentes de seguridad, parados rígida y solemnemente. Lo que hace a la escena sobrecogedora es el silencio absoluto, que en cine goza siempre de una elocuencia superior. Puede ser que esos momentos no justifiquen por sí solos el Oso, pero tienen una potencia visual y dramática infrecuente. Incluso para la propia película que los contiene.