Se estrena Fuocoammare, el último trabajo del documentalista Gianfranco Rosi, ganador del Oso de Oro en el 66º Festival de Berlín.
Lampedusa es una isla del archipiélago de las Pelagias, que pertenece al territorio italiano, pero está más cerca de la costa africana que de la isla de Sicilia. Terreno que ganó fama gracias a la novela –y posteriormente al film de Luchino Visconti- El gatopardo. Hoy en día, Lampedusa es el destino utópico de miles de refugiados provenientes de Nigeria, Libia, Sudán y Libia, que buscan un hogar más adecuado para ellos y sus familias, en territorio europeo. Más de 15.000 personas atraviesan el Mar Mediterráneo, errando de país en país, en condiciones infrahumanas, pagando hasta sus últimos ahorros para conseguir un lugar en botes y barcos, arriesgando sus vidas para arribar a las costas del viejo continente.
Lampedusa es tan solo una primera parada. Gianfranco Rosi en Fuocoammare, elige un punto de vista contemplativo para retratar la vida en la isla, pero retratando dos posiciones casi opuestas. Por un lado, la cotidianeidad de Samuele, un niño, hijo de un pescador, que cuando no está en el colegio, pasa el tiempo disparándole a los pájaros con una honda. Por otro, la cruda realidad que atraviesan los refugiados, desde que llegan en sus botes hasta que son instalados en reducidos guetos o zonas de aislamiento, donde reciben atención médica.
El mar es la única unión entre ambas historias, una con un manipulador tono ficcionalizado, el otro más cercano al documental, pero sin intervenir en las acciones. Un personaje, un médico, se instala en una posición intermedia, tratando a Samuele, y analizando las condiciones físicas a la que llegan los africanos. Ahí radica uno de los principales problemas de la película de Rosi.
Los europeos son tratados en forma individualista, acentuando la disparidad social, sin por ello hacer una bajada de línea crítica, aunque metafóricamente bastante obvia. Los africanos adquieren la personalidad de grupo, un colectivo sin nombre. Ellos y nosotros. El punto de vista burgués podría interpretarse casi como un ejercicio honesto, si no fuera que Rosi pretende realmente generar un sentimiento de culpa a través del sufrimiento ajeno.
Detrás de la intensión de documentar contemplativamente una realidad se esconde otra realidad: para el europeo son cuerpos, no personas. Quizás para atenuar esta sensación, elige al azar a un integrante de la “masa” africana que domina el inglés para que narre en forma de cántico la interminable odisea que deben padecer los inmigrantes.
Fuocoammare –Fuego en el mar- maneja un código impreciso. Las intenciones son claras, y la elección de que los dos puntos de vista no se crucen es acertada, pero también queda la sensación de un trabajo hecho a mitad de camino. Como que el realizador se termina enamorando demasiado de su protagonista europeo, descuidando la trama más social y política que no termina siendo de denuncia, y que –siendo honestos- tampoco aporta información que no se haya visto en noticieros.
Se destaca una puesta en escena prolija, una fotografía cuidada, un retrato de personajes, costumbres y culturas de un pueblo que impregnan la identidad de una isla casi olvidada del sur de Italia, pero lo atractivo de esta propuesta, contrasta con la otra parte, no por los obvio motivos narrativos, sino por la poca profundidad dramática que adquiere esa realidad que Rosi le pretende pasar por delante a la cara del espectador europeo, sin sutileza, sin precisión, casi con un tratamiento amarillista. El director termina siendo víctima –posiblemente sin saberlo, y si lo hace a propósito la ironía no queda clara- de aquello que desea denunciar: la xenofobia, la negación y el “mirar para otro lado” del ciudadano europeo común.
Es lamentable que un film que tiene una secuencia genuinamente hermosa como la de un padre enseñando el oficio a su hijo en el mar –a través de la práctica con los remos- se perjudique por la pretensión de narrar una realidad política sin la profundidad o el cuidado que se merece.
Fuocoammare es un documental que naufraga entre el simbolismo vago, secuencias densas, austeras y demasiado extensas, pero otras muy explicadas y discursivas. El Oso de Oro solo se explica como el sentimiento de mea culpa que hace la comunidad artística europea ante una realidad que supera su interpretación.