Varias historias paralelas construyen este relato que narra los efectos de la inmigración clandestina desde los países del oeste de África hacia la isla de Lampedusa (Sicilia). Gianfranco Rossi, documentalista italiano, sitúa su mirada en un espacio infinito como es el océano, pero también fija su atisbo en estas tierras mediterráneas en donde miles de refugiados intentan cruzar para poder buscar un destino favorable. Estas historias, absolutamente trágicas, son intercaladas con parábolas citadinas: el relato del médico del pueblo quien atiende a los refugiados, el locutor de la radio local quien vibra con los temas del folklore siciliano, la “nonna” que hace sus quehaceres, repetitivitos y sosegados, mientra escucha las noticias en las radio.
Pero la mejor – pido un spin off de este personaje- y la más atractiva de las crónicas de Fuocoammare –traducida como Fuego en el mar- , es las de un niño, Samuele Pucillo, quien es capturado por la cámara en sus peripecias dentro de la isla. El niño vive su fábula de juventud: juega a la gomera con su amigo, tiene charlas trascendentales con su abuela, profundiza con el médico sobre la ansiedad que genera la vida. Samuele esta destinado a suceder a su padre pescador, y en la mirada de este niño –la comicidad del pequeño es un hallazgo etnográfico increíble- se resignifica la metáfora del individuo atrapado.
Como los exiliados de sus tierras, que buscan escapar, sin tener éxito, Samuele está consignado a la vida en Lampedusa. La inocencia y la ternura de los monólogos del joven, los planos generales, omniscientes, de la inmensidad del mar proponen una película que alterna la dureza de los registros de altamar – las imágenes son poderosas y duras- con la tranquilidad de la vida en la isla. Con un virtuoso trabajo de montaje, Fuocoammare, indaga sobre el desplazamiento de las políticas de migraciones, sobre la vulnerabilidad de los individuos y sobre las búsquedas de fronteras infinitas para un futuro menos perentorio.