El Olimpo intervenido por Hollywood
Mitología griega, forzada en función de la acción y el impacto.
A casi dos años del estreno de Furia de titanes , vuelve la mitología griega tamizada por Hollywood: leve, esquemática, volcada a la hiperacción, a la supremacía del impacto visual por sobre la narración. Descontracturada, con toques de humor y babeantes monstruos digitales, esta segunda entrega vuelve a forzar leyendas épicas para alcanzar su objetivo -módico desde lo artístico, ambicioso desde lo comercial- de entretener a través de la dinámica de lo pensado.
El conflicto central no difiere del que estalla cada Navidad en las cenas familiares. La diferencia es que no se trata de padres, hijos, nietos, tíos o sobrinos comunes, sino de dioses y semidioses, cuyas internas ponen en jaque al mundo antiguo. Con el Olimpo en peligro por la decreciente fe humana, Hades (Ralph Fiennes) secuestra en el infierno a Zeus (Liam Neeson), con la intención de liberar al terrible Cronos, padre de ambos. Perseo (Sam Worthington), hijo de Zeus, retirado en un pueblito de pescadores, debe volver al campo de batalla, junto con su primo Agenor (hijo de Poseidón), contra su hermano Ares (Edgar Ramírez).
Parece complejo. No lo es. Incluso, en el plano argumental, no hay mucho más. Apenas una fallida subtrama de amor y algunos personajes que cambian sin justificación. Agenor (Toby Kebbell), una mezcla de tío jodón con algo de rastafari, funciona como alivio cómico; Ares (encarnado por el protagonista de Carlos , de Olivier Assayas), como símbolo de la violencia indolente. Worthington, nuestro héroe insuficiente, mitad hombre mitad dios, incurre en la actuación más anodina.
Quedan las imponentes fantasías visuales: cíclopes, hidras, caballos voladores (Pegaso), laberintos, una suerte de minotauro. Y un mundo en guerra, bajo la bella, vaga idea de que tal vez es preferible ser humano, débil, sentimental, efímero, que una deidad que se convierte en ceniza y olvido.