Alguna vez habrá que reconocer la curiosa habilidad del cine de acción de tomar la actualidad del mundo solo para escupirla regurgitada y transformada en otra cosa bien distinta. G.I. Joe, quizás debido a su prosapia lúdicamente robusta, juguetea con los signos de la política internacional hasta que de esta no queda nada más que la cáscara, un reflejo apenas con el que el director Jon Chu se divierte. Después de todo, su película es mas o menos eso, una gran guerra de soldaditos musculosos y letales que se baten en cárceles subterráneas alemanas o colgados de arneses en picos nevados orientales (ahí, en las complicadas coreografías de montaña, se percibe el pasado de un director especializado en musicales y baile). Cuando el Joe original que caracteriza Bruce Willis revela su arsenal escondido (gran pase de comedia, ya que estamos) los personajes se engolosinan y no saben qué chiche agarrar primero, si la granada camuflada en el cesto de frutas o uno de los cañones guardados en el placard. Son como chicos, ellos y nosotros, por eso es que la película puede verse como un gran catálogo de juguetes mortíferos diseñados para atraer el ojo, como esa moto que, tras vaciar sus ametralladoras y misiles, se desarma y convierte ella misma en un motón de cohetes que impactan contra su blanco. Al contrario de lo que dicta el lugar común, se requiere de una gran responsabilidad (y una gran habilidad) para tratar la guerra de esa manera, solo como un juego violento para niños hiperestimulados. No debe ser fácil eludir con tanta eficacia las referencias al mundo real o, en todo caso, convertirlas en material de un humor simpático y un poco delirante, como ocurre con las cargadas que se liga el líder de Corea del Norte o la displicencia con la que el falso presidente de Estados Unidos juega a Angry Birds mientras unos misiles nucleares lanzados por él amenazan con iniciar una guerra a escala planetaria en cuestión de segundos.
G.I. Joe se comporta como sus protagonistas cuando juegan un videojuego de guerra: lejos de lo que dictan las convenciones de la película bélica más tradicional, el director pone a un montón de inverosímiles guerreros inflados con esteroides (tampoco faltan un par de ninjas algo mas menudos) a reventarse a tiro limpio y explosiones sin otro fin que el goce por la destruccion y el descalabro, como lo haría un nene que levanta un castillito de arena solo por el placer de derribarlo después. Cómo puede explicarse sino esa voladura prácticamente gratuita en términos narrativos (pero visualmente impresionante) del centro de Londres, y que encima sucede sin ninguna clase de consecuencia real para los personajes y la historia. Es que la preocupación por las causas y los efectos es algo que le corresponde a otro cine, a uno preocupado por las obligaciones con el realismo y la actualidad mundial; pasarlas por arriba sin mucho cuidado es un lujo (y un arte) que solo unas pocas películas que juegan pueden darse.