La nación castrense
Una licencia lúdica: en el futuro, en un congreso de antropólogos de Marte terminan de ver G.I. Joe: El contraataque, otro filme -según los expertos- destinado a terrícolas con una alta producción de testosterona, nacido de un juguete militar de la compañía Hasbro. Los antropólogos culturales intentan descifrar las coordenadas simbólicas de esta pieza única y llegan a una conclusión: más que una película es una intervención ideológica y un síntoma de época.
El comienzo casi parece una remake descafeinada de La noche más oscura. Aquí se invade Pakistán en búsqueda de un arma letal y, en vez de marines, están los G.I. Joe. La llegada a territorio enemigo es cool: ver en 3D bajar a los súper soldados por unos cables desde un helicóptero debe ser apasionante para muchos jóvenes en edad de enrolamiento; además, observar la interacción entre estos héroes nacionales es fantástico e inspirador: son buenos padres y compañeros, tienen humor, y creen, fehacientemente, tanto en su presidente como en sus misiones. Sufrirán una emboscada y prácticamente todos serán asesinados; además, serán desacreditados por el presidente.
Lo que no saben es que el presidente en la Casa Blanca no es él sino otro hombre (más bien un ente), un servidor de una revolución llamada Cobra al mando de un líder que remite a Darth Vader pero sin su mítica respiración. El plan no puede ser otro: dominar el planeta después de una concertación (forzosa) para que las grandes potencias abandonen sus armas nucleares (la escena en cuestión es uno de los mejores momentos del filme, y algunas líneas pronunciadas por Jonathan Pryce, falso y verdadero presidente, son, en este contexto, filosas).
Así las cosas, los G.I. Joe sobrevivientes, acompañados por un legendario miembro de la fuerza (Bruce Willis) y un par de ninjas (que vienen de otro universo y otra película) intentarán recomponer el orden y salvar a la humanidad (excepto a los londinenses).
Poco importan las incoherencias narrativas y el absurdo generalizado de la propuesta, un pack completo de lo más banal de la cultura estadounidense y su imaginario retrógrado: el fetichismo por las armas, el ideal castrense, la iconografía New Age (un poco de espiritualismo tibetano) y el supremo valor de la familia tradicional. El contrapeso de tanta cultura chatarra es la liviandad asombrosa con la que Jon M. Chu coreografía un par de contiendas voladoras entre ninjas en unas montañas perdidas en algún lugar de Oriente. Si hubiera sido tan sólo un manifiesto visual en 3D contra la fuerza de la gravedad, el filme sería inolvidable.