La viveza criolla al poder
Tito Pereyra (Luciano Cáceres) es un Tony Montana de cabotaje, un self-made man a la argentina: se sobrepone a una infancia difícil -hogar pobre en Tucumán, fallida migración a Buenos Aires, internación en una suerte de reformatorio porteño, vida en la calle, changas en las azucareras- hasta convertirse, abriéndose camino por sus propios medios, en un poderoso empresario. En su ascenso social, va atravesando distintos períodos históricos -desde los años ‘50 y ‘60 hasta la primavera alfonsinista, pasando por el Proceso- y, como un gato, siempre cae bien parado.
En su opera prima, Gastón Gallo -también autor del guión- eligió a este personaje individualista, ambicioso, a veces inescrupuloso, fiel exponente de la viveza criolla, para representar a una parte del empresariado nacional. Un objetivo que está muy subrayado: después de un comienzo prometedor, en el que la lenta e inexorable escalada de Pereyra consigue atrapar, la película cae en una bajada de línea demasiado evidente.
Durante gran parte de las -excesivas- dos horas de duración, Gallo se cuida de mantener a su protagonista -que, por otra parte, es el único personaje bien desarrollado- en la ambigüedad: no es un héroe ni un villano, simplemente un hombre tratando de sobrevivir. Pero con el correr de los minutos, el trazo se va volviendo más grueso. A medida de que Pereyra se va hundiendo en el fango y la tragedia, la película cae con él. Aparecen diálogos obvios, gritos, puteadas, sobreactuaciones: elementos que recuerdan a un cine argentino del pasado que es mejor olvidar.