Narración de trazo grueso
Tito es un chico de un pueblito de Tucumán, abandonado por su padre y criado en la pobreza por su abnegada madre y luego, en un viaje a la gran ciudad, internado en un orfanato donde con actos de rebeldía demostrará su conflicto interior. En la gran metrópoli, vivirá de adulto en un conventillo compartiendo su habitación con ladrones que sueñan con el robo perfecto. Sin embargo, Tito va a las fábricas y pide trabajo, pero nunca dejará de estar atento a cualquier oportunidad y en su afán de progresar no se preocupará por si esos avances son lícitos o por participar en negocios turbios.
Si algo debe destacarse de Gato negro es su cuidada dirección de arte, que reconstruye el devenir argentino desde la primera mitad del siglo XX hasta entrado el gobierno de Alfonsín.
En esa cabalgata de décadas se suceden costumbres, modas y vaivenes político-sociales que el film no omite en busca de una construcción que tuviera también anclaje en la historia argentina reciente. Por razones productivas (aunque también estilísticas), el cine argentino contemporáneo se encuentra mucho más vinculado a la urgencia cotidiana que a la reconstrucción histórica, con lo cual este esfuerzo -acertado en su matriz visual- debe valorarse.
Con guiños al cine de los grandes estudios, la épica del hombre común y la ambición desbordada se conjugan como elementos del relato, pero el film de Gastón Gallo sucumbe por la misma debilidad que endilga a su protagonista. Lo profuso del relato, la cantidad de personajes y los anclajes en la realidad política culminan por desdibujar al conjunto en virtud del inevitable trazo grueso ante tanto caudal narrativo.
Pero algo más vincula a Gato negro con su personaje central: el valor de los riesgos que corren. Así como Tito no trepida en convertirse en el señor Pereyra, el debutante Gastón Gallo no duda en arriesgar los límites de un relato que hubiera tenido más fortuna acotando sus intenciones o desarrollándolas en una serie televisiva. En una galería de actores reconocibles prevalecen algunos intérpretes secundarios de gran carisma (Juan Acosta, Pompeyo Audivert, Eduardo Cutuli) y la gran solvencia con la cual Luciano Cáceres disimula las flaquezas narrativas de una interesante propuesta. El director debe depurar mucho más su estilo para conquistar el vuelo creativo que requiere una película, aunque supera con creces a muchos productos que, con similar planteo, se exhiben por televisión.