Gauguin, viaje a Tahití, en lo básico abarca el período (1891 a 1893) en el que el pintor postimpresionista deja tanto el París complicado y enrarecido, como sus propias luchas creativas y hasta financieras, a la par que a su familia, esposa y cinco hijos, que no lo acompaña en el viaje, a la Polinesia francesa.
Esa fase o ese ciclo de la vida artística del pintor es una de las más ricas, y en donde realiza tal vez muchas de sus obras más importantes.
Allí conoce a la adolescente Tehura ((Tuheï Adams), de quien se enamora y convierte en su musa inspiradora, y ella acepta ser prontamente su esposa. Tehura aparece en muchas de las pinturas de Gauguin, quien no la pasó bien de salud -era diabético y sufrió problemas cardíacos-, pero bien se las arregló para pintar a la luz de las velas, en medio de la naturaleza, y vivió de la tierra.
Qué lo impulsa a la creación, cuánto influyó el espacio, si las oportunidades aparecen solas o si hay que encontrarlas son algunas de los interrogantes que plantea la película, que no interpela nunca al espectador.
Es que con algunas libertades en cuanto a hechos reales, la película de Edouard Deluc se basa en el diario de viaje del propio Gauguin, Noa Noa (que significa fragancia en tahitiano), y deja algunos cabos sueltos por allí.
Gauguin era un hombre celoso -habría que ver cómo le iría en estos días con las cosas que imponía a su amada-. Deluc, quien vino a rodar a la Argentina, en Salta haciendo pasar por Mendoza, y Buenos Aires Voyage, Voyage (2012), aprovecha la expresividad de Vincent Cassel (Irreversible, El cisne negro), ya que su película es más rica en la creación de climas y atmósferas que en diálogos. Cassell siempre tiene un gesto que sorprende, y esto le viene a la película como anillo al dedo.
Una pena que no se vea o profundice tanto el proceso de creación del pintor, y no es que se lo dé por hecho o entendido en el relato. Al final, sí, hay imágenes que refieren a su obra, que recuerdan a este hombre que alcanzó la fama, como tantos, ya muerto antes que en vida.