Arduo camino hacia el divorcio
Si sintetizáramos la historia que relata este contundente film israelí como el simple caso de divorcio entre una mujer que ha dejado de amar a su marido y un marido que se niega a concedérselo porque todavía la ama y no quiere perderla, todo sonaría muy próximo a la banalidad. Pero el caso cobra otras resonancias porque la acción se desarrolla en Israel, donde no existe el matrimonio civil y sólo se reconoce la autoridad religiosa para intervenir en cuestiones matrimoniales: el divorcio entre judíos sólo puede ser decretado por un tribunal rabínico y no puede ser autorizado por ningún juez sin contar con el consentimiento del marido. Importa poco que la mujer de este caso (un capítulo más de la trilogía sobre el tema que han llevado adelante la actriz y cineasta Ronit Elkabetz, la misma de La mujer de mi vida y La visita de la banda) y su hermano y coguionista Shlomi, ha padecido años atrapada en una unión sofocante desde que era poco más que una adolescente. El poder sigue en manos del marido y así lo reconocen no sólo los tribunales y las leyes, sino también la tradición religiosa y las normas sociales, como lo ilustra el desfile de testigos que declaran ante el paciente tribunal.
Admirable y rigurosamente escrito y mejor interpretado (tanto por los tres o cuatro protagonistas -la pareja en litigio y sus respectivos abogados, como por el variopinto elenco de actores secundarios, que son los encargados de imponer algunas pausas humorísticas en las que se filtra al mismo tiempo bastante de la filosa visión crítica con que los realizadores hacen oír su voz), el tenso drama se desarrolla casi íntegramente en el ambiente en que se escenifica el interminable juicio, prolongado por semanas, meses y hasta años a raíz de las reiteradas postergaciones que imponen las ausencias del hombre que se resiste a devolver a su pareja la libertad de unirse a un nuevo cónyuge. La sucesión de tropiezos que debe superar la protagonista en su afán por liberarse de su cautiverio es verdaderamente abrumadora, tanto como lo es el empecinamiento del esposo en seguir sacando provecho del poder que le confieren la ley y la tradición.
Como film de juzgado y a pesar de su construcción dramática, Gett (que precisamente es la palabra hebrea para divorcio) nunca cede a la reiteración. Al contrario, sabe contagiar la creciente tensión, el clima claustrofóbico que deriva de la acción (y la consiguiente irritación) que marca esta suerte de autopsia de una pareja, o más bien la terrible y lenta agonía a la que se llega como remate inevitable de los tres capítulos anteriores (los anteriores, no vistos entre nosotros, son Prendre femme, de 2005, y Les sept jours, de 2008). El desempeño de Ronit Elkabetz es, otra vez, inolvidable.