La esperada adaptación del mítico animé comete varias perversiones conceptuales en aras de crear un tanque entretenido.
Filmar con actores un referente del manga y de la animación como Ghost in the Shell era a priori un fracaso. Y no sólo porque la película de 1995 se haya convertido en objeto de culto. Su densidad narrativa hacía difícil imaginar una estética en consonancia con el vértigo mainstream.
En efecto, la filosofía es lo que más se resiente en esta adaptación: la disyuntiva existencial pierde en abstracción para consumirse sin exabrupto neuronal. Las aventuras de la Mayor ahora dependen más de la destreza física que del lenguaje. En tres ocasiones del filme se repite la siguiente frase: “Uno se define por sus acciones, no por lo que dice”, sentencia desafortunada para un animé obsesionado con la conciencia, pero justa para una película comestible.
Si en la versión original el personaje de la Mayor buscaba respuestas al enigma del ser, acá Scarlett Johansson busca respuestas de su identidad. La diferencia no es menor, ya que se le otorga a un personaje genérico una biografía, componente ausente en 1995 para problematizar la construcción de la identidad a través del recuerdo.
Que la Mayor ahora tenga un pasado es una contravención al espíritu del manga, como también lo será su desenlace: si en el animé la subjetividad de la Mayor se convertía en una tabula rasa abierta a reencontrarse con el mundo, acá sucede lo opuesto: hay una reivindicación al individualismo, triste conformismo con una identidad prefabricada para ser funcional al Estado.
El conflicto entre adaptación libre inflamada de subtramas y remake respetuosa pondrá al filme en problemas de atmósfera: por momentos desea impregnarse de la oscuridad del animé pero siempre gana la manufactura de una película de acción.
Los ejemplos más claros están en los planos que homenajean al filme original: para diferenciarse del resto, reposan más, creando una burbuja de poesía que no condice con el frenesí posterior. Tenemos la inmersión de la Mayor en el océano o su caída libre desde un rascacielos como momentos visualmente apabullantes, aunque sin el plus conceptual por el que esos planos fueron confeccionados en 1995. El único homenaje logrado será indirecto con Takeshi Kitano hablando en japonés.
La emblemática escena en el ferry se convirtió en un mero enlace de guion. Batou dejó de ser un interlocutor filosófico para ser un burócrata de tiros y explosiones. Ghost in the Shell, versión 2017, ya no es lo que dice, sino lo que hace (o exhibe). Este cambio de eje hará que el debate de la conciencia sea una carcaza oxidada y no el alma anhelada por los ciborgs del futuro.