Sin espacio para reflexionar ni divertirse
Los innumerables traspasos de comics a la pantalla grande durante los últimos diez años invitan a ejercitar la catalogación generalizadora. Más aún cuando el calendario se acerca presuroso al 26 de abril, Día D para los fanáticos de las viñetas, fecha del estreno nacional de Los vengadores. A esta altura del partido, entonces, podría decirse que las buenas adaptaciones optaron por diversos caminos: la reflexión acerca de la complejidad espiritual conllevada por un heroísmo no electivo (Spiderman II, hijo dilecto del 11-S); la apropiación del espíritu festivo y bon vivant del protagonista para magnificarlo a toda la película (Tony “privaticé la paz mundial” Stark en las dos Iron Man), o la exploración de la maldad hedonista indisociable de un mundo tan desencantado como nihilista (Batman: El caballero de la noche; en menor medida Watchmen). El desenlace de la primera y bastante mediocre Ghost Rider, con el motociclista Johnny Blaze devenido en cazarrecompensas del diablo negándose a renunciar a su flamante oficio, no sólo tiraba un centro a la olla para el cabezazo de la secuela, sino también para que ésta recorriera algunos de los caminos previamente mencionados. Casi cinco años después, Ghost Rider II: Espíritu de venganza confirma que aquello fue puro histeriqueo.
Johnny Blaze (Nicolas Cage; sin agregados capilares por primera vez en décadas) es aquel showman motorizado que le vendía el alma a Lucifer a cambio de que su padre y compañero de coreografías sobreviviera a un cáncer fulminante. Así comenzaba la primera, y así comienza ésta, con una breve recapitulación argumental para los primerizos que además opera como refresca-memorias para los veteranos. Ahora bien, que para eso se prescinda de todo atisbo audiovisual del trabajo previo de Mark Steven Johnson y se usen escenas nuevas habla del brío de borrón y cuenta nueva que intentan insuflarle los recién contratados Mark Neveldine y Brian Taylor (Crank, veneno en sangre). Pero que se modifique absolutamente toda la anterior, llegando incluso a cambiar el desenlace de la anterior para crear uno apócrifo, ya es más difícil de explicar. O no: quizá Ghost Rider II no se pretenda una secuela, sino un reinicio.
El problema es que ese lavaje de cara clausura todas y cada una de las puertas que la primera había entreabierto. No hay espacio para la autoconciencia ni para la reflexión. Mucho menos para la diversión desaforada, algo que sí se permitía la mejor película del sobrino trash de Francis Ford Coppola en los últimos cinco años, Infierno al volante 3D. Queda apenas alguna secuencia de acción correctamente resulta, la simpática escena ya vista en el trailer de Cage meando una chorrada de fuego y el suspenso vacuo generado por saber si el Diablo (el hiperactivo irlandés Ciarán Hinds, actualmente en cartel en John Carter, La dama de negro y El topo, aquí en plan Robert de Niro en Cabo de miedo) logrará apropiarse o no de su futuro heredero. Ese que tiene una madraza para el infarto (Violante Placido) y al que, claro está, el motociclista deberá rescatar durante un rito satánico que lo único que genera es ganas de volver a ver Indiana Jones y el templo de la perdición.