La nostalgia reaccionaria de hoy en día no es un fenómeno unívoco a los tiempos que corren y su complacencia por pertenecer a una cultura aferrada al consumo y excesos varios como fueron los fulgurantes años 80. Los 80 fueron los años en que los americanos intentaron restablecer algunos valores perdidos cuando el país dejaba atrás los cadáveres y fantasmas de la guerra de Vietnam, el asesinato de Kennedy y Sharon Tate, y en cierto sentido disfrazaban una década bañada en sangre con películas de evasión, las cuales abrazaban todo tipo de divertimento colorinche, atravesado por un libertinaje que funcionaba como respuesta a una realidad devastadora: tasas de desempleo altísimas, infinidad de delitos sexuales, ciudades hundidas en la quiebra y el olvido y maratónicas matanzas perpetradas por la mayor concentración de asesinos seriales jamás registrada en la historia. En aquellos años la respuesta era retroceder unos 30 años, cuando el sueño americano era una utopía y el rock and roll y los adolescentes rebeldes dominaban cada rincón de la cultura popular, impulsada por Elvis Presley, los Beach Boys, James Dean y las películas de Nicholas Ray. Los ochenta se pueden a su vez resumir, porque no, en una sola cosa: Volver al futuro. Sí, una película, el cine como cosmovisión total y absoluta: cuando aún gozaba de grandes autores y las obras maestras abundaban. El cine es siempre una cápsula del tiempo.
En la actualidad la agonía del cine (o lo que queda de él) está marcada por todo lo que el párrafo anterior describe: un loop que toma la superficie de una década aparentemente feliz (como fueron los 50 para los 80) que mira con ojos celosos hacia un pasado idealizado, detenido en una superficie evasiva a la que se entra por su eterna sensación de goce, pero jamás por una realidad social concreta. Muchos hechos le sucedieron al país del Norte a lo largo de este siglo: la caída de las torres gemelas, el intervencionismo americano en la guerra de Irak, las paranoias del nuevo milenio, etc. Recurrir al confort del cine, la música, la moda, series de antaño o que al menos recrean su espíritu como medio de escape, es un recurso que se recicla y renueva cada tres décadas más o menos. Creer que el pasado fue mejor es parte de nuestra naturaleza existencial ligada a la inocencia de nuestra mirada infantil. Reanimar una saga como la de Cazafantasmas era solo cuestión de tiempo: olvidemos por completo aquel bochorno del 2016 con ese grupo de mujeres calzándose las mochilas de protones y pasemos a Cazafantasmas: El legado (2021), secuela directa de las anteriores dirigidas por Ivan Reitman (1984 y 1989).
Una madre soltera vive con sus dos hijos, Phoebe y Trevor, en un departamento que deberán abandonar ya que serán desalojados por las reiteradas deudas de la mujer al dueño del inmueble. Como último recurso queda la casa del ausente padre de Callie, abuelo de los pequeños que vivió sus días finales aislado en una granja en el medio de la nada, en un pueblito rural de esos que son abandonados por sus habitantes en busca del progreso hacia las grandes ciudades. Al llegar a Summerville, espacio pintoresco rodeado por un eterno desierto, Trevor queda flechado por una piba que labura en una casa de comidas rápidas y Phoebe será hechizada por las extrañas pistas y recuerdos de su abuelo, tildado de excéntrico por la gran mayoría en el pueblo. Summerville parece el foco de una intensa actividad paranormal que involucra una arcaica construcción en el interior de una mina en lo profundo de una montaña. Paulatinamente los dos hermanos y un amigo de Phoebe irán revelando los secretos que su abuelo dejó para poder combatir las fuerzas de un mal inimaginable y que solo un grupo de científicos pudo derrotar en el lejano 1984.
Cazafantasmas: El legado es una película honesta. Primero, porque más allá de su liviana diversión supone un par de cosas más interesantes de lo que aparentan a simple vista sin demasiadas pretensiones: la llegada de los hermanos a Summerville es el laberinto interno como recurso de un coming of age que exuda formas cinematográficas ochenteras a cada minuto. Porque el foco del film son los dos hermanos y el cambio al que se someten ante las circunstancias: Trevor reprobó su examen de manejar pero será el único que maneje el vehículo de su difunto abuelo, así como Phoebe pasa de ser una niña introvertida a meterse en una acelerada carrera por atrapar a un espectro peligroso. Esto no es un gag canchero y rápido sino más bien el salto al vacío, hacia la liberación (la escena de Trevor manejando sin rumbo y totalmente descontrolado en el campo es un ejemplo).
Lo que resulta es un relato clásico de iniciación sin piruetas modernas y, extrañamente, sin la autoconsciencia banal de un cine moderno que no puede hacer más que homenajear pero jamás llenar el vacío que pretende colmar con citas infinitas e ideas sin sustento simbólico. La madre soltera intentando rehacer su vida, el derrotero de los jóvenes hacia la autorrealización (la de Phoebe identitaria, la de Trevor sexual), la oposición (fantástica, sobrenatural) hacia la verdad (sentimental), el espacio rural como lugar físico para la batalla, son algunas de las herramientas argumentales con las que mejor se lleva el relato de casi dos horas que pudo haber tenido su lugar al lado de una Footloose, Los Goonies, Volver al futuro o La mancha voraz tranquilamente. También es extraño que su proceder estético esté bastante alejado de los productos actuales: las tomas duran lo que tienen que durar, los movimientos de cámara son justos y precisos, los efectos visuales no caen en el abuso y la música recrea perfectamente el universo sonoro de las películas originales, además de una instrumentación y una composición totalmente opuestas a las que se usan en los tiempos que corren: reiterativas, monótonas, sin identidad.
Paul Rudd, quien interpreta a un maestro cool que les pasa películas de terror de los ochenta en VHS* a los desinteresados alumnos, representa la brecha generacional, el puente que une dos mundos: la generación de Chucky, Freddy, Indiana Jones, Guns N´Roses, MTV y los videoclips masivos de Madonna y Michael Jackson con la del celular soldado a la mano, los podcast, el streaming y la música trap. Justamente el film es un puente de eras que se parecen o al menos de una (la actual) que necesita de la otra para subsistir. No por nada en la película un puente une el mundo de los vivos con el de los muertos, pasado y presente. Los más osados en cruzarlo sin advertir los peligros que allí se esconden son justamente los jóvenes; ellos a su vez deberán abrir los ojos ante un pasado fantasmal que vuelve (el pasado siempre regresa) para tomar lo que cree que le pertenece. En una escena el personaje de Rudd les enseña a Phoebe y su amigo un video de los Cazafantasmas por YouTube, siendo estos totalmente ajenos a la fama que alcanzaron aquellos en los 80. Rudd les habla fascinado de lo que para él representó este fenómeno cuando era solo un niño, a lo que Phoebe le responde que eso pasó veinte años antes de que ella naciera. Esa escena es clave para entender la simbología del puente, no solo cómo recurso narrativo y simbólico subí también como visión del mundo actual.
El mayor problema con Cazafantasmas: El legado es su tramo final, sobrecargado de sensiblerías baratas y recursos forzados que rompen con un relato que se construye bien, que no busca la épica espectacular como algunas obras con ínfulas trascendentes (¡hola Duna!) y que además divierte con armas nobles. Si no se espera mucho más se la pasa bien.