Niños, bicicletas, pueblo chico, familia disfuncional. Parece que la fórmula vintage, “spielbergiana”, de reciclar hitos o estéticas ochentosas en clave contemporánea, funciona. E.T. Los Goonies, Stranger Things, Super 8. Las barajas se mezclan y así llega el reboot de Los Cazafantasmas, con su imperecedero tema musical, acaso más exitoso que la saga misma (dos películas).
Pasando por alto el relanzamiento de 2016, Jason Reitman, hijo de Ivan (director de las dos primeras) dirige este regreso. Afterlife, aquí El legado: un recicle que propone nuevo escenario, una granja de Oklahoma, y nuevos protagonistas, con los originales como, digamos, telón de fondo. Una madre soltera de dos adolescentes se instala en el desvencijado rancho de su padre (el fallecido Harold Ramis, a quien está dedicada la película), a la muerte de este. Como no tenía relación con el hombre, ignoraba las circunstancias de su muerte y su trabajo como cazafantasma. Pero su hija Phoebe (Mckenna Grace, extraordinaria) heredó una pasión por la ciencia que la lleva a conectar enseguida con lo que ese rancho esconde. Llevando de la mano a su hermano mayor (Finn Wolfhard, de Stranger Things), que está más preocupado por seducir a una chica que por cumplir con el deber de cuidar a su hermana.
Hay un profesor (Paul Rudd, el hombre más sexy del años en modo romcom) y un amigo nuevo de Phoebe, un niño que lleva un podcast. Entre el film de crecimiento y la aventura fantástica, la nueva Cazafantasmas funciona con lo básico. Una fórmula probada para la sonrisa nostálgica de mapadres y algo así como la introducción al terror sci-fi de los chicos. En dos horas amables y simpáticas, aunque podría durar un poco menos. Como en los films de Marvel-Disney, no se apuren a salir de la sala. Acaso haya alguna pista sobre el futuro.