Las primeras imágines de Gigante poseen un registro cercano al documental que podría formar parte del cine de autor contemporáneo de tendencia social y verista. El plano fijo de un batallón de empleados de limpieza iluminados, de manera poco amena, por las luces de neón del supermercado donde trabajan, sitúa a la opera prima de Biniez en la línea estética de Whisky, otra película uruguaya de proyección internacional. Pero rápidamente el director se desmarca tanto del molde global como del notable referente local y sorprende con un humor simple y franco. La película dinamita el realismo con el gag, erradica lo sórdido y conserva una mirada lúcida.
El gigante del título es Jara, un grandote bonachón que trabaja como empleado de seguridad nocturna en un supermercado de Montevideo mientras escucha heavy metal y luce remeras de Biohazard y Motorhead. A pesar de la cruza evidente entre fragilidad social y potencia física, Biniez nunca cede a la observación clínica y uniforme de esa sociedad sombría sino que, por el contrario, da pruebas de un verdadero afecto por sus protagonistas. En verdad, la cuestión del trabajo no es más que el telón de fondo sobre el cual la película construye de a poco una historia de amor sencilla, original y emotiva, con un tono ligero y un humor tan eficaz como imperceptible.
Jara debe controlar las góndolas a través de una pantalla instalada en su puesto de vigilancia. La rutina se quiebra cuando Julia aparece por primera vez en el monitor empujando su carrito, el inmenso guardia queda sublimado y no logra despegar los ojos de la joven. Jara establece una rápida empatía con el espectador dejando pasar los pequeños robos que comete una de las muchachas y ayudando con destreza a su empleada favorita. Nuestro héroe observa atento los movimientos de Julia desde su monitor y cuando termina su turno la sigue por la calle hasta el locutorio, el cine o la parada del colectivo como un San Bernardo con su barrilito de whisky. Las escenas de exteriores aportan cierto suspenso cuando el protagonista, anclado en el papel de observador, se revela incapaz de abordar a la chica y genera con su merodeo una bomba de efecto retardado.
Gigante es un pequeño antídoto contra tantas películas pretenciosas de guiones retorcidos y estrellas parlanchinas a las que los directores siguen en primer plano a falta de algo mejor que filmar. El cuerpo solitario y resistente de Jara posee una presencia bruta que desborda la pantalla. La película desecha los discursos y las recetas narrativas, y el cine recupera con alegría sus silencios, su inocencia y su virtud.