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La premiada ópera prima de Adrián Biniez (obtuvo tres galardones en el Festival de Cine de Berlín, entre ellos el Premio Especial del Jurado) es una “pequeña gran historia” en donde se cuenta el particular enamoramiento de un guardia de seguridad (el “gigante” del título).
Jara (Horacio Camandule) es un lacónico empleado de seguridad de un hipermercado, que transita sus noches observando los movimientos de quienes lo limpian y ordenan. Cuando descubre a la bella Julia (Leonor Svarcas) su cotidianidad se desvanece. Porque lo que creíamos pequeño se agiganta. La obsesión de este hombre le basta a Andrés Biniez para consolidar una puesta en apariencias sencilla, minimalista, pero cargada de significados y distintos niveles de lectura, en donde no hay apuntes sociológicos pero el contexto (caja de resonancia de la pequeña cabina en donde está el guardia) resulta fundamental.
El guión nunca abandona la mirada de Jara, primero a través de las cámaras de seguridad con las que captura a su objeto de deseo, y luego mediante el recorrido que emprende para seguir a Julia fuera del hipermercado. Este movimiento nos permite conocer a los personajes, al mismo tiempo que se va generando cierto misterio sobre ella. Tanto en la mente de él como en la del espectador. Una elección que potencia la identificación con este treinteañero tímido y bonachón, a quien la obsesión, lejos de otorgarle una faceta “perversa”, le da un aire aniñado.
Gigante ofrece un humor que difícilmente pueda señalarse como “uruguayo”, pero que sin lugar a dudas carga una bienvenida mirada local. El realizador emplea a la ciudad de Montevideo eludiendo todo pintoresquismo, pero sí haciendo uso de las posibilidades expresivas que las locaciones le aportan a esta inusual historia de amor. La impronta barrial y pausada propia de la capital uruguaya recorre todo el metraje, y algo de eso se cuela en el hablar de los personajes, en la sutileza de los diálogos que están finamente trabajados.
Rodada en HD, con una excelente calidad fotográfica, Gigante no abandonará nunca la visión de su personaje. Los diálogos tocan periféricamente las cuerdas del conflicto interno que se va gestando en Jara, la imposibilidad de relacionarse de forma directa con Julia. Una de las secuencias lo muestra intentando entablar diálogo con un hombre que acaba de tener una cita con ella. Es uno de los pocos momentos en donde la palabra tiene mayor contundencia, pero en él se funden las inseguridades del guardia, en el tono falsamente relajado y en las cesuras que dejan entrever sus miedos. Tal vez por eso la secuencia no deja de ser conmovedora y cómica al mismo tiempo.
Otras secuencias, en cambio, son mera contemplación, recuerdan al cine de Aki Kaurismaki (el de Luces al atardecer - Laitakaupungin valot, 2006-, sobre todo). Una contemplación que sigue a esta peripecia de forma amena y rigurosa, y que ofrecerá una resolución emotiva: el plano final es de una transparencia bellísima, sutil metáfora de la belleza que habitualmente no miramos.