Un voyeur en la sociedad de control
Sencillo en términos narrativos, el film manifiesta empatía con el mundo del trabajo y los desplazados del sistema.
La película fue filmada en Montevideo con un presupuesto mínimo; su historia no podría ser más simple y tiene apenas dos personajes, que casi no hablan entre sí. Pero se titula Gigante y fue, el año pasado, la primera producción uruguaya que entró en competencia oficial en uno de los tres festivales mayores del circuito cinematográfico internacional, la Berlinale, donde obtuvo no uno sino tres premios simultáneos: el Grand Prix del Jurado, el Premio Alfred Bauer a la Innovación Artística y el premio a la Mejor ópera prima, dotado de 50.000 euros. Su director es Adrián Biniez, un porteño de 35 años radicado desde hace un lustro en Montevideo y a quien desde su triple corona en la Berlinale no han dejado de preguntarle cómo es que hizo el camino inverso al habitual y dejó Buenos Aires por las calles tranquilas de la Ciudad Vieja. Quizá la mejor respuesta esté en la película misma, de una rara serenidad, que no es frecuente en el cine argentino.
Lo que hay para contar, en términos estrictamente narrativos, es tan poco que se puede resumir en apenas un par de líneas. El bueno de Jara (un estupendo Horacio Camandule) trabaja como empleado de seguridad de un supermercado y cumple con el horario nocturno, el más tranquilo, que lo único que le exige –entre mates y bostezos– es montar guardia frente a los monitores de video que controlan las góndolas, mientras hace su ronda el personal de limpieza. La abulia de Jara –que parece si no disfrutar al menos contentarse con esa dulce rutina– se sacude cuando Julia (Leonor Svarcas) entra en su campo de visión, empujando un carro con un balde de detergente y un lampazo. Es una chica común, como cualquier otra, que evidentemente agarró el primer trabajo (quizás el único) que consiguió. No es particularmente linda ni sexy y el espectador la conoce de la misma manera que Jara: a través de una cámara de vigilancia. Pero para Jara, Julia se convierte en un ser especial. Y no hace falta que el protagonista pronuncie ni una sola sílaba para comprenderlo.
A partir de allí, Jara –con una timidez tan grande como su propio cuerpo– no hará sino fijar sus ojos en ella, seguirla a través de cámaras y monitores, pero también por la calle, en la parada del bus, en el cine, sin atreverse siquiera a dirigirle la palabra. Sin la carga de perversión con que habitualmente se asocia su condición, Jara es básicamente un voyeur y la película no hace sino seguir con rigor cartesiano esa lógica.
La parquedad de los personajes, la austeridad de lo que se ve en cuadro, la empatía con el mundo del trabajo y los desplazados del sistema pueden recordar al cine de Aki Kaurismäki (con el que también se asoció a Whisky, la otra película uruguaya de proyección internacional). Pero en Gigante hay una dosis mayor de humor, un humor eminentemente visual, pero muy tenue, delicado, como si Jara fuera una improbable reencarnación de Buster Keaton, un personaje siempre dispuesto a resolver las situaciones más sencillas a través de los caminos más complicados y recónditos. Es más, si hubiera que definir en una sola línea a Gigante, se diría que es como uno de los ensayos del sesudo alemán Harun Farocki sobre la sociedad de control y sus cámaras de vigilancia, pero tamizado, purificado por un humor delicado y absurdo heredero del cine de Keaton.
Producida en Uruguay por Fernando Epstein para su compañía Control Zeta (la misma que estuvo detrás de 25 Watts, Whisky y Acné), Gigante tiene –además de Biniez, que dice haber integrado en los ’90 la banda de rock porteña Reverb– coproducción argentina, a través de Hernán Musalu-ppi y su compañía Rizoma. Pero por sus locaciones, sus personajes, su humor frugal y discreto y sobre todo por su sensibilidad no podría sino ser un film esencialmente uruguayo.