Una manera de saber si una película es buena o no puede ser el medir las ganas que nos contagia de entrar en su mundo y habitarlo a la par de sus personajes. Poco distante para ser el futuro y demasiado esperanzador para tratarse de una distopía, el tiempo de Gigantes de acero es un presente apenas distorsionado por el auge de un nuevo deporte con grandes robots que se baten a duelo de manera incansable (y digo “apenas” porque las peleas de robots, aunque chiquitos, ya existen y hasta se pasan por televisión). Habría que preguntarse por los motivos de esta necesidad implacable de los personajes de pelear, de derribar al otro; una respuesta posible tiene que ver con las condiciones que rigen la sociedad de Gigantes de acero, muy parecida a la nuestra como para tocar la ciencia-ficción: todos los personajes, desde Charlie y Bailey hasta Max pasando por la tía y su marido rico, se paran frente a los demás en relación con el dinero. Charlie necesita plata para alimentar su sueño de ser un campeón de peleas de robots, Bailey para que no le cierren el gimnasio que perteneció a su padre y Max no se sabe bien para qué la necesita pero, cuando descubre que su padre (al que acaba de conocer) aceptó cuidarlo por un tiempo sólo a cambio de dinero, inmediatamente le pide la mitad de la suma y le ofrece irse y dejarlo tranquilo. Cuesta creerlo, pero Gigantes de acero probablemente sea la película que más habla de dinero que se haya podido ver en mucho tiempo sin servirse del tema para desgajar alguna clase de comentario aleccionador sobre las desigualdades económicas de una sociedad (alcanza con ver el camión en el que vive Charlie y compararlo con la mansión de la tía de Max). Este anhelo por el vil metal (y Gigantes… es una película sobre metales) se convierte en el motor de una supervivencia desesperada que no repara en los obstáculos que se emprenden para sostenerla: para Charlie primero y para Max después, se trata de subsistir cotidianamente mientras se lucha por alcanzar una meta casi imposible. No importa vivir en un camión, alimentarse a base de comida rápida, tener que escapar constantemente de acreedores o ir a robar partes de robots a un basural mugroso de noche y con lluvia: las ganas de cumplir un sueño justifica todo eso y mucho más.
Tan simple y tosca como el Charlie de Hugh Jackman, Gigantes de acero sabe construir maniqueísmos funcionales a una historia que no le teme a las convenciones ni pretende ser novedosa o realista: la película de Shawn Levy es acerca de héroes y villanos, de fracasos y triunfos, de vínculos que se establecen de manera ruda y áspera. Un padre y un hijo desconocidos se vuelven amigos y compinches de ruta antes de llegar a hacerse cargo de la relación que los emparenta; tiene que transcurrir toda una película para que Charlie y Max se asuman efectivamente como padre e hijo. Una línea divisoria bien nítida separa a los buenos de los malos o, en todo caso, a los que salen a pelearla de los que la tienen servida, a los que necesitan ganarse el respeto de los demás a las trompadas (metálicas y de las otras) de los que buscan mantenerlo cómodamente a través del dinero. Pero por si todavía quedan dudas, Gigantes de acero no es una imprecación contra las inequidades del capitalismo. Más bien al contrario, porque la película cuenta el trayecto de dos personajes que quieren cruzar la línea y pasar del otro lado y agarrar como se pueda, aunque sea a los manotazos, todo el dinero, triunfo y prestigio posibles. Todo esto se cuenta sin ningún atisbo de filantropía ni aspiraciones de cambiar el mundo: nada de deseos de hacer el bien, ayudar al prójimo o ejercer alguna clase de denuncia moral. Es sobre todo en este sentido que Gigantes de acero se parece a la saga de Rocky, en el hecho de ser una épica meramente individual, bien americana, pero por eso mismo también singular, personal. Encontrar un lugar en el mundo es a la vez encontrarse uno y a los que quiere, descubrir que se tiene familia y animarse a reconstituirla, aprender que después de cada caída siempre hay que levantarse (Charlie tiene mucho de personaje cassavetiano). Claro, nada de lástima tampoco: si el guión de John Gatins exhibe un respeto notable por sus criaturas, eso lo hace más que nada porque los trata de manera digna y sin concesiones, sin ninguna piedad. Se ve en el personaje de Max; la referencia más dramática a su madre recién fallecida se produce cerca del final cuando dice: “Mom was cool, she was the coolest”. Max no cuenta con tiempo para llorar su pérdida, en cambio, tiene que adaptarse y moverse rápido para seguirle el paso a Charlie, y eso muchas veces incluye extorsionarlo (Max amenaza con tirarle las llaves del camión a la alcantarilla) o quedarse sin dormir (entrenando y arreglando a Atom, su robot) y sin comer. El chico desarraigado que compone Dakota Goyo no es un nenito débil que busca la compasión de los demás sino, como su padre, otro orgulloso con hambre de victorias capaz de cualquier cosa con tal de hacerse valer.
En el universo de Gigantes de acero, la mejor (o la única) forma que encuentran Charlie y Max de ganarse algo del respeto que decía antes es hacer subir al ring un robot que hallan enterrado bajo el barro en la parte más baja de un basural; un robot sparring que fue diseñado y creado para recibir puñetazos, para soportar las piñas de otros robots sin defenderse. Dejar de aceptar los golpes de los demás para empezar a propinarlos, en eso se resume el entrenamiento de Atom y la épica toda de la película de Levy.