El nuevo héroe americano
Gigantes de acero combina el boxeo y la ciencia ficción. Shawn Levy, quien dirigió entre otras Una noche en el museo (A Night at the Museum, 2006) y la remake de La pantera rosa (The Pink Panther, 2006) demuestra su habilidad para fabricar un éxito.
Charlie Kenton (Hugh Jackman) es un ex boxeador que tuvo su oportunidad para triunfar y no la supo aprovechar. En un futuro en donde los atletas son remplazados por robots, Charlie se adapta para sobrevivir. Cuando la desesperación económica arriba y las deudas se vuelven insostenibles, su hijo abandonado (Dakota Goyo) entra en su vida y en él descubre una vía de escape. Juntos, asociando su conocimiento del deporte y la sagacidad del niño, conducirán a un modesto robot-peleador hasta la gloria.
La película se encarga de abordar la frustración de los deportistas frente a los avances tecnológicos y el temor de los mismos a carecer de vigencia. La tecnología desplaza la tarea de la persona a un segundo plano, eventualmente prescindible. De esta manera el potencial humano y su desarrollo comprometidamente laborioso pasan a ocupar un espacio tangencial. En esta distopía de la competición sana, el ascenso de la máquina está justificado por su capacidad de ofrecer un espectáculo fresco y deslumbrante. Los espectadores, fastidiados por presenciar de manera constante las limitaciones humanas, se ven hambrientos de contendientes inagotables, de desmembración y peleas hasta la muerte en despliegues vehementes y pomposos.
Lo que resulta curioso, es cómo se traspola esta última premisa argumentativa a la estructura de su realización. Y es que Gigantes de acero es, en gran medida, fruto del aburrimiento del público. Si bien reproduce una clásica “película de boxeo”, se encarga de renovar el género, abusivamente exprimido, con giros en la trama y en los efectos visuales que hacen al esparcimiento, que hacen al espectáculo. Así como Charlie Kenton, el personaje principal, comprende que las exigencias del público cambiaron, también lo hacen Shawn Levy, Steven Spielberg y Robert Zemeckis, que ocupan los cargos de director, productor ejecutivo y productor respectivamente.
Más allá de la trama, entretenida pero predecible, hay en la cinta algunas particularidades interesantes en la composición de personajes. El protagonista, que ocupa el lugar del valiente, se siente repudiablemente cómodo con el abandono infantil y no duda en comercializar al mejor postor sus esfuerzos técnicos y hasta, en una ocasión, la custodia del mismo. Sin embargo, se presenta como el héroe atemporal y su criterio moral no es cuestionado en ningún momento. Por el contrario, su persona resulta afable, simpática y su existencia destinada al éxito. ¿Por qué? La respuesta está en el actor, en la elección del mismo y en su posterior performance. Lo que sorprende, entonces, es el influjo de la presentación del personaje y de su apariencia. Porque si las mismas cualidades fuesen aglutinadas en otra persona, el resultado sería categóricamente distinto. Si el empático protagonista hubiese sido conformado con atributos físicos eméticos o con una inferior proporción de encanto masculino podría encuadrarse armónicamente en el casillero, siempre impúdicamente maquiavélico, del antagonista. De hecho quien hace de adversario en la película (Kevin Durand) no dista mucho de su forma de ser. El fino manto que divide a ambos, está compuesto por nada más que el curso del azar.
Hugh Jackman, entonces, funciona como una especie de recipiente. No por su insustancialidad ni por su condición inerte. No en sentido peyorativo. Sino porque implica, además del simple hecho de comprender esas cualidades, trasegar su significación o, mejor dicho, de extinguir por completo el impacto revulsivo que naturalmente debería infligir. Hace tiempo que el espectador asiste a la permutación moral de la industria hollywoodense, o quizá a la comprensión de que nadie es perfecto. Cualquiera de las dos alternativas sugiere la agonía de héroes como Rick Blaine en Casablanca (Casablanca, 1942) o John T. Chance en Río Bravo (Rio Bravo, 1959) y el asentamiento de un nuevo tipo de héroe americano.
Gigantes de acero es, quizá, más compleja de lo que parece. Lo real, es que es una película divertida y sus pocas incoherencias son insignificantes en comparación a los sensacionales efectos especiales y la atrayente línea temática.