Corazón de acero
Pura nobleza y clasicismo, Gigantes de acero es de esas películas que hacen bien al alma, expresándose humanamente, sin vueltas ni lecciones baratas.
En un plano especialmente conmovedor de la secuencia final de Gigantes de acero (secuencia predecible, pero a la vez, muy ansiada), el hijo mira con orgullo a su padre (ese padre llamado Charlie Kenton, pero que también es Hugh Jackman), quien está tirando piedras al aire. Lo mira así porque en realidad está boxeando, a través de una máquina, pero está boxeando. Arroja jabs, ganchos, upper-cuts, con sublime fiereza y pasión. Es un boxeador de nuevo. Es él otra vez.
Gigantes de acero nos vuelve a probar por qué el género deportivo puede ser tan simple y esquemático, como profundo y conmovedor a la vez. Este tipo de películas vuelven a apelar a la metáfora de que “el deporte es como la vida”, para decirnos que eso que llamamos precisamente VIDA puede ser mucho más simple de lo que pensamos, o al menos bastante menos complicada. El rival más duro no es el otro, no es el equipo contrario, ni tampoco el universo complotando en contra nuestro. Es (¡obvio!) uno mismo.
Esa obviedad es la que deberá descubrir Charlie, haciéndose cargo de lo que antes eludió. Para poder empezar a ganar, deberá aceptar que antes perdió, y que perdió porque tuvo miedo de ganar, porque no tomó riesgos verdaderos e hizo la fácil, que es autoboicotearse. En ese trabajo de introspección, Charlie podrá ver (en el sentido de descubrir, de tener una revelación, de deslumbrarse ante el hallazgo de una respuesta) lo que siempre fue evidente: la gente que lo amó y ama, y la que desea amarlo y ser amada por él.
Shawn Levy (a quien, si atamos algunos cabos con las dos entregas de Una noche en el museo, podemos detectarle ya un gran interés por el deber paternal y las figuras masculinas que buscan encontrarse a sí mismas) consigue transmitir todo esto y hacer reflexionar de esta forma porque narra con plena convicción desde el plano inicial, con un montaje fluido, una narración pausada que no elude lo electrizante y un clima de gran melancolía por lo que perdió, con un fondo de vitalidad y esperanza por lo que puede deparar lo que viene a continuación, en la posibilidad de redención y reconstrucción.
También cuenta con un muchacho como Dakota Goyo que es una sorpresa sumamente agradable, por su impactante personalidad, la facilidad con que recita sus diálogos y la firmeza con la que interactúa con el resto del elenco; una Evangeline Lilly que, a lo que aprendió con Lost, le incorpora una mayor sutileza y trabajo en su mirada, haciendo destacar aún más su belleza; y un Hugh Jackman que demuestra que puede pasar por cualquier registro, yendo del drama a la comedia, de la rudeza al patetismo, de los sentimientos guardados a la expresión lisa y llana.
Pura nobleza y clasicismo, Gigantes de acero es de esas películas que hacen bien al alma, expresándose humanamente, sin vueltas, sin lecciones baratas, hablando (aún desde la ciencia ficción) de lo que le pasa a cualquier persona, aquí y ahora. Un filme situado en el futuro, que evoca cualquier tiempo. Si Hollywood fuera así siempre, que sea eterno.