A veces el séptimo arte puede ser algo maravilloso que nos llena de una felicidad indescriptible. Lo gracioso es que no llegué a esta conclusión después de ver El árbol de la vida, sino después de ver una película por la que no daba ni dos pesos después de leer los antecedentes de su director ¿Cómo es posible que me haya emocionado hasta las lágrimas con una película que básicamente consiste en un futuro donde los robots se agarran a piñas en peleas profesionales y no con lo último de Terrence Malick? He aquí, damas y caballeros, el misterio del cine.
Al ver Gigantes de acero uno puede hacer un conteo infinito de la cantidad de películas a las que remite, desde Rocky y Halcón (la influencia ochentosa de sendos films de Stallone es notoria) hasta El gigante de hierro y Transformers. Pero lo que hace genial a la de Shawn Levy (que venía de mediocridades tales como Una noche en el museo y Más barato por docena) es que aún conociendo el trayecto entero que va a recorrer la historia, es imposible no dejarse llevar por la emoción y la energía que transmite el camino a la gloria que transitan un padre, su abnegado hijo y un robot encontrado entre la chatarra para convertirse en campeones del boxeo metálico.
Hay tres factores fundamentales en los que Levy acertó para lograr que el espectador se enganche con una historia que en teoría suena súper ridícula. El primer gran logro fue confiarle a Hugh Jackman el rol de ex boxeador al que la vida le dio más de un golpe. Este no es el Jackman pintón y carilindo al que la platea femenina está acostumbrada. Su Charlie Kenton es un hombre lleno de pesimismo al que sólo le importa hacer unos mangos llevando sus robots al cuadrilátero. Esa visión del mundo cambiará gracias a su interacción con su hijo Max, al que el principiante Dakota Goyo le entrega un carisma y una energía contagiosos. Es en esta relación que va desde el resentimiento hasta el amor mutuo (en parte gracias a la presencia de Atom, el robot al que ambos entrenaran para llevarlo a la victoria) en donde está el corazón de Gigantes de Hierro.
¿Pero qué pasa con las peleas robóticas? Este era el aspecto que más temía antes a ver el film, ya que si Michael Bay nos enseño algo con sus Transformers, es que ver a dos muñecos de metal dándose golpes durante más de dos horas puede ser algo agotador y aburrido. Es no es el caso. Primero porque desde el diseño cada robot tiene una personalidad definida (hay desde uno con sombrero de cowboy hasta otro que se parece al monstruo de Frankenstein) que los vuelve interesantes visualmente. Además, las peleas están filmadas con suma claridad, lo que hace que uno se involucre emocionalmente con el resultado final. Sí, señores, acabo de admitir que lloré viendo una película de robots luchadores ¿No es hermoso que el cine te sorprenda de esta manera?