Gilda

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Tras múltiples e infructuosos intentos por filmarlo y en coincidencia con los 20 años de su muerte, se estrena finalmente este retrato de la cantante devenida mito y santa. Más allá de sus desniveles dramáticos y de las limitaciones propias de toda película-tributo, se trata de una producción de primer nivel en el que se lucen tanto la virtuosa puesta en escena de Muñoz como la brillante actuación de Oreiro. Así, el cine argentino salda su vieja deuda con ese subgénero tan riesgoso que es la biopic musical. Un homenaje hecho con nobleza y corazón, que tiene merecido destino de éxito comercial.

Gilda: No me arrepiento de este amor arranca por el final (o sea, la muerte de la popular artista en un choque nocturno en plena ruta), que también fue el inicio de su mitología y su canonización. En la secuencia inicial vemos el cajón desde el interior del coche fúnebre y una multitud siguiendo el trayecto a los gritos, a puro llanto, bajo la lluvia. Ese inicio -con música recargada y elegíaca de fondo- sintetiza una de las apuestas principales de la coguionista y directora Lorena Muñoz: Gilda como mártir, como abanderada de los humildes, como santa. Sí, como Evita, como Juana de Arco...

Hay varios aspectos destacados en Gilda...: la elegante y precisa puesta en escena de Lorena Muñoz (en su debut en la ficción tras varios sólidos trabajos en el documental), la impecable producción (desde la reconstrucción de época hasta las nuevas versiones de los temas originales) y, claro, el brillante trabajo de Natalia Oreiro, quien parece haber nacido para este papel. En este y varios otros sentidos, Gilda: No me arrepiento de este amor resulta un paso gigantesco para el cine argentino, que hasta el momento había trastabillado varias veces en este terreno de la biopic musical.

La película también muestra varias carencias y limitaciones. La principal tiene que ver con el claro, explícito carácter de film-tributo, realizado con el aval (y la supervisión) de los familiares sobrevivientes y de los ex compañeros de ruta de Gilda (algunos de los cuales incluso actúan en el film). Así, quien espere encontrar una biografía oscura (o al menos con unas cuantas gamas de grises) se frustrará un poco. Los matices son mínimos, los dobleces de la protagonista (heroína) son mínimos y el retrato se torna por momentos unidimensional.

Los principales conflictos dramáticos tampoco tienen demasiado vuelo. Tanto el trauma de la temprana muerte de su padre (encarnado por el gran Daniel Melingo) cuando Gilda era muy joven (interpretada en esa instancia por Angela Torres) y que se expone mediante flashbacks como el triángulo sentimental entre la protagonista, su marido básico, despectivo, celoso, prejuicioso, machista y posesivo que nunca la apoyó (Lautaro Delgado) y el productor y músico que la descubrió y la acompañó siempre (Javier Drolas) son de trazo más bien grueso, elementales, superficiales.

Pero si la narración se vuelve algo morosa, reiterativa y obvia a la hora de exponer las contradicciones entre la artista y la madre (con la enorme carga de culpa al no poder ocuparse en serio de los quehaceres domésticos y la crianza de sus hijos), la película recupera su potencia y su capacidad de seducción cuando reconstruye el ascenso de Gilda, desde sus difíciles comienzos (cantar en tugurios, ser denostada por productores en tiempos de estrellas exuberantes como Lía Crucet o Gladys, La Bomba Tucumana y estafada o boicoteada por empresarios/mafiosos) hasta que se convirtió en la reina indiscutible de la música tropical.

Lo bueno del film de Muñoz es que, aún en sus pasajes menos inspirados, nunca cae en el pintoresquismo, la estigmatización o el paternalismo ni pierde su distinción visual y narrativa. Cualquiera podrá decir que se debe sobre todo al magnetismo de Oreiro (no sólo sobre el escenario, donde brilla siempre), pero la directora hace gala de una versatilidad no tan frecuente para trabajar virtuosos planos secuencia o salir más que airosa de situaciones en principio complejas, como el retrato del sórdido y ominoso submundo de las bailantas o el notable pasaje en el que Gilda va a cantar a la cárcel para los internos.

La película apela -al estilo hollywoodense- a un par de transiciones con esos típicos editados con fondos musicales. Están bien armados, es cierto, aunque algunas imágenes (como el mafioso bailantero dándole unos pocos billetes a los artistas y quedándose con unos voluminosos fajos) resultan demasiado torpes.

A nivel personal (porque esta es una película que está llamada a conectar con cada espectador de muy distinta manera), el film no llegó a emocionarme, pero tampoco a irritarme. Lo disfruté, lo encontré bastante fluido y sólido en su narración. Lo que me llamó la atención es que, sin jamás haber escuchado un disco de Gilda, conocía a la perfección todas y cada una de las canciones que suenan en el film. Como ocurre con las creaciones de los artistas genuinamente populares su música estuvo siempre “en el aire”, circulando de maneras insondables, rondando incluso la vida de quienes como yo jamás participamos de la celebración de su obra ni su figura.

Por eso, más allá de cualquier análisis que pueda hacerse, es muy probable (diría que es casi seguro) que el film conecte desde un lugar mucho más emocional y hasta visceral con los miles de fans de la cantante. Concebida con buenos recursos (el trabajo de producción con el soundtrack ya es de una dimensión inédita en el cine argentino), pero también con talento, nobleza y corazón, Gilda: No me arrepiento de este amor tiene todos los atractivos que sus incondicionales seguidores exigen y merecen. El éxito (artístico y comercial) está asegurado.