De Devoto a la gloria
La película de Gilda elige contar la historia de la mujer, lejos de la estampita. El resultado es una biopic musical sensible y efectiva.
El día que murió Gilda yo tenía 19 años y me sentía más cerca de aquel grito primal que lanzaría Cristian Aldana en Cemento cuatro años después (“¡La cumbia es una mierda!”) que de un fenómeno como el de ella. Seguramente habré bailado en alguna fiesta “No me arrepiento de este amor” o “Fuiste”, porque era imposible no hacerlo, pero su muerte no forma parte de mi biografía.
Veinte años después sigue sin gustarme la cumbia, pero me gusta menos Cristian Aldana y sé que si hasta yo bailé Gilda en los ‘90 es porque sus canciones son mucho más que cumbia, son artefactos pop extraordinarios con melodías frescas y juguetonas y letras sencillas pero que van, para usar una expresión que ella habría usado, directo al corazón.
Este prólogo más o menos personal -digo más o menos porque estoy seguro de que coincide con el recorrido de unos cuantos- viene a cuento de algo que percibí en estos días entre que los periodistas vimos la película y hoy, que se estrena: mucha curiosidad por parte de gente totalmente ajena a la cumbia, a Natalia Oreiro y al cine argentino. Hay algo en el fenómeno que los que no fuimos su público no terminamos de entender: me refiero a la Gilda santa, esa imagen de mujer de labios gruesos mirando hacia el cielo con una corona de flores que fue tapa de su disco más exitoso (Corazón valiente) un año antes de su muerte y que se transformó en estampita religiosa.
Con todas estas cosas en la cabeza entré a ver Gilda, no me arrepiento de este amor, la primera película de ficción de Lorena Muñoz, un proyecto que Natalia Oreiro tiene en la cabeza desde hace por lo menos diez años. Muñoz y su co-guionista (Tamara Viñes) deciden empezar la película por el final: la cámara está sobre el féretro cubierto de flores mientras lo sacan del coche fúnebre en el medio de una multitud de gente a la que se le mezclan las lágrimas con la lluvia. Corte al primer plano de Gilda (Oreiro, claro) viajando al trabajo, unos años antes, con una expresión de infelicidad manifiesta.
Estos primeros minutos establecen el tono de la película, que está más cerca de una biopic musical melanco y trágica que del rescate camp de una artista popular. Muñoz, Viñes y Oreiro no observan el fenómeno con la superioridad del entomólogo sino con la empatía del compañerismo femenino. Son chicas contando la historia de otra chica.
Quizás una de las virtudes esenciales sea esa, la de apostar a la síntesis, a contar un aspecto de Gilda bien concreto: la historia de una maestra jardinera de 31 años casada y con dos hijos, clase media de Devoto, que un día se da cuenta de que se está haciendo grande y quiere cumplir el sueño de cantar; contesta un aviso en el diario, y se transforma casi de golpe en reina de la bailanta en una época en la que las únicas mujeres que tenían trascendencia eran más estilo Lía Crucet o Gladys la Bomba Tucumana.
Con el plan bien delineado, Muñoz y Viñes construyen un relato sutil, preciso, repleto de detalles. El ambiente sórdido de la cumbia de la primera mitad de los '90, con sus mafiosos, sus bolichones oscuros de cerveza tibia, el departamento de Once -yo me imagino que era en Once- en el que Gilda hace su primer casting, todo contribuye a que la historia nos absorba con escenas que no nos olvidaremos fácil: Gilda practicando pasitos de cumbia frente a la tele, su descubridor Toti Giménez (un extraordinario Javier Drolas) diciéndole que cante más como cumbiera, su primer trabajo doblando a Las Primas y todos los números musicales en los que se ve cómo se va soltando, su transformación. Porque las estrellas de la película son las canciones, que Oreiro canta con solvencia no sólo vocal sino también escénica.
Pero la síntesis ajustada de la historia tiene un costado negativo: deja afuera nada menos que el “fenómeno Gilda”. ¿Por qué Gilda es Gilda? Más allá de una escena en particular y del texto final (se podría escribir todo un tratado sobre los textos finales o introductorios de las películas), Muñoz y Viñes decidieron (o tuvieron que, por razones de duración) no contar la historia de Gilda-santa, de qué significa Gilda para las clases populares más allá de una cantante que los conquistó sencillamente porque hacía buenas canciones y las cantaba bien y carismáticamente.
De todas formas, pese a esta carencia -y alguna otra, como el recorrido incompleto de la madre que pasa a apoyarla medio de golpe- Gilda, no me arrepiento de este amor quizás sea la primera biopic musical argentina que le hace honor no sólo a su biografiada sino también al cine en general. Un género tan transitado como vapuleado por quickies oportunistas y berretas que por fin tiene quien le escriba. A nosotros, los profanos, nos acerca a la persona que fue Myriam Alejandra Bianchi y deja fuera de campo quién es Gilda hoy. El misterio, para nosotros, continúa.