Música alegre, mujer triste. Antes que la televisión irrumpiera en los hogares argentinos, el cine era popular por derecho propio: por unas monedas, en barrios y pueblos de todo el país gente de distintas edades disfrutaba de comedias, melodramas, policiales y relatos épicos generalmente enérgicos y francos, algunos mejores que otros, pero casi siempre cercanos a sus intereses. Después el cine fue atravesando cambios de distinto tipo, aunque no faltaron intentos de rescatar las historias de cantantes, deportistas o figuras marginales populares, en busca de un público que pudiera verse reflejado en ellos. Los proyectos de ficción más valiosos han sido, seguramente, los realizados por directores con calle, sensibilidad y convicciones para entender los códigos de esas personas que supieron ganarse el cariño de los de abajo porque eran sus iguales: el ejemplo más emblemático es Leonardo Favio (Juan Moreira, Gatica, “el mono”), aunque podrían mencionarse también a Lautaro Murúa (La Raulito) y Adrián Caetano (Crónica de una fuga).
El caso de esta biopic de Gilda, exitosa cantante de cumbia fallecida en un accidente de ruta hace veinte años, escrita por Tamara Viñes y Lorena Muñoz (1972, Buenos Aires), y dirigida por esta última, es curioso: sin la desprolijidad de algunos homenajes similares (ya hubo una película destinada a Rodrigo, cantante también fallecido en un accidente cuatro años después que Gilda) ni los raptos de arrebatada tragedia y fulgores formales de Favio, Gilda – No me arrepiento de este amor resulta un producto prolijo, decoroso, moderado. De alguna manera, conserva el carácter de Soy del pueblo, el programa de Canal Encuentro que Muñoz lleva adelante desde hace tiempo, reuniendo testimonios e imágenes de archivo para retratar a personalidades de la música y el cine argentinos, aunque, a diferencia de ese ciclo (y de sus largometrajes Yo no sé qué me han hecho tus ojos y Los próximos pasados, el primero codirigido con Sergio Wolf), aquí la vida de una figura de la cultura popular es recreada con actores.
El film comienza con Myriam –todavía no Gilda– como si fuera un personaje de un film de María Luisa Bemberg, o quizás como la protagonista de Rompecabezas (2010, Natalia Smirnoff): ama de casa y maestra jardinera, desea algo más, y debe animarse a dar los pasos necesarios para dejar atrás su rutina familiar. La (anti)heroína del film de Smirnoff encontraba una tabla de salvación en un juego de mesa, Myriam en una guitarra.
Pero así como el film evita caer en la tentación de destacar algunos elementos (por ejemplo la mistificación de la cantante, evidente en la explicación a una niña que dice haberse curado gracias a ella: “Los médicos son los que te salvaron”), cae en el lugar común hollywoodense de alzar el éxito en el mundo del espectáculo como lo máximo que puede lograrse en la vida. “Quiero que mis hijos se sientan orgullosos de mí” dice Gilda en un momento, y cuando le responden que siendo una buena maestra ya sería suficiente, ella dice: “Aspiro a algo más”. Se supone que hay pasión por la música, el baile y los aplausos, pero eso no se advierte demasiado durante la primera parte de la película, cuando esa mujer menuda y algo tímida se lanza a su vocación semidormida, apenas alentada por idílicos recuerdos junto a su padre.
La llegada a un tugurio en el que se topará con un productor de aspecto temible (Roly Serrano, con el tono justo) despierta la curiosidad y tensión necesarias. Del mismo modo, interesan los momentos en que Myriam-Gilda duda en soledad o ensaya con esfuerzo. Gracias a la eficacia de los actores secundarios (Lautaro Delgado, Susana Pampín, Javier Drolas, Daniel Valenzuela) y la luz mortecina que prima en los ambientes (buen trabajo de Daniel Ortega), hay verosimilitud en las escenas familiares, aunque el plano secuencia durante un festejo de fin de año no consiga el dramatismo pretendido.
Encarnando a la cantante en cuestión, Natalia Oreiro resulta una presencia carismática y, a la vez, un problema. Su simpatía y recursos para cantar y bailar están fuera de discusión, pero su lozanía y aniñada sonrisa casi inalterable desdibujan la expresión melancólica que conmovía en la Gilda original. Falta angustia en la voz y el rostro de la actriz, por ejemplo en las discusiones con su pianista-descubridor bajo la lluvia y con su madre en la cocina. En la escena más melodramática de Gilda, no me arrepiento… (cuando alguien muere en un hospital) Oreiro precisamente no interviene.
La reivindicación de una persona acostumbrada a tratar con hombres y mujeres de los sectores más humildes –incluyendo presos de una cárcel–, aliviando de alguna manera sus penas, es un mérito de Gilda, no me arrepiento…, tanto como el hecho de no cargar las tintas sobre algunos personajes, o de no almibarar la relación sentimental de la cantante con su manager.
Sin las pretensiones polémicas ni el efectismo que han sabido rodear a las películas argentinas más exitosas de los últimos años, la película de Lorena Muñoz tiene vivacidad y está narrada con transparencia. Fuera de campo quedan los motivos por los que las vidas de Gilda, su familia, sus músicos y sus fans persisten marcadas por el desvelo y las carencias materiales (hubiera sido oportuna alguna alusión al respecto, sobre todo teniendo en cuenta que esta explosión de la música tropical coincide con las condiciones en que se desarrollaron ciertas políticas en la Argentina de los ’90), pero eso parece responder al criterio mismo del film, nunca revulsivo aunque impregnado de un manto de leve, resignada tristeza.