Antes de remontar al cielo
Lorena Muñoz tiene la virtud de acertar con los tiempos. Junto a Sergio Wolf llegaron a tiempo para encontrar a Ada Falcón poco antes de su muerte y confrontarla con su pasado, en “Yo no sé qué me han hecho tus ojos”. En su siguiente documental, “Los próximos pasados”, mostró la historia del “Ejercicio plástico”, el mural de 360 grados de David Alfaro Siqueiros, antes de que termine de destruirse arrumbado en contenedores oxidados (lo que fue parte del impulso a que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner rescatara la obra para el Museo del Bicentenario, y que no se la lleven a México). También se hizo tiempo para casarse con Benjamín Ávila y colaborar con él en “Infancia clandestina”, una de las dos películas (junto con “Wakolda”, de Lucía Puenzo) donde Natalia Oreiro demostró que la única paquita no rubia de la historia era una actriz de fuste.
Ahora Muñoz vuelve a ser el centro de una alineación de planetas, y logró estrenar “Gilda, no me arrepiento de este amor” en el vigésimo aniversario de la muerte de la cantante. Y logra una pieza que no tiene nada que envidiarle a tantos biopics que nos envían desde las factorías hollywoodenses (el show en la cárcel es más extremo que en “Johnny y June”).
Aquella mujer
La consigna fue encontrarse con la Gilda viviente, levantando su carrera sin mitografías, sólo a fuerza de sus canciones y de una química que se generaba en el escenario. Pero antes de eso, salir a buscar a Miriam Alejandra Bianchi, la maestra jardinera insatisfecha que un día decide ir a una prueba para cantantes tropicales. Tematizar ahí el ADN musical heredado de un padre fallecido, y la lucha de todo artista entre la realización de sus sueños y el sostenimiento de la vida que el sistema le ha preparado (el matrimonio, los hijos, el trabajo). Curiosamente, la muerte encontró a Gilda junto a su hija y su madre, justo cuando parecía que había armonizado los mundos. Y esa tensión también se expresa entre las dos figuras masculinas (fuera del padre ausente) que signaron su vida: Raúl Cagnin, el marido al que amó, su anclaje al mundo cotidiano; y Juan Carlos “Toti” Giménez, su descubridor, socio y después algo más, el que la introdujo al mundo áspero y difícil de la bailanta porteña.
Ambiente en el que Gilda venía a romper, y la película se encarga de mostrar, con mayor o menor énfasis, en qué aspectos: muy flaca y angelical en un mundo de artistas sexualizadas; autora de sus canciones, en una industria de repertorios impuestos; centro de la atención, aun en lugares donde se esperaba que la gente fuera a bailar; y rebelde contra los contratos leoninos y la “mano pesada” del submundo tropical. Y capaz de hacer sentir a cada espectador que le estaba hablando a él: por ahí está la base de la santidad, aunque aquí apenas se muestre en un par de pinceladas.
El verosímil
En su primera ficción como directora, Muñoz logra una panoplia de recursos interesante. Por un lado recurre a la combinación de cámara en mano en planos cortos con una fotografía naturalista en las tomas diurnas (lo que genera luces y sombras), algo que se está imponiendo como estética verista para los filmes “basados en hechos reales” (Pablo Trapero hizo lo mismo en “El clan”). Pero eso lo combina con la toma interna-cenital de la escena de apertura (la salida de un féretro de un coche fúnebre), los colores expresionistas del mundo de la noche, y la cámara abierta para que entre toda la banda con el público, por ejemplo. En cuanto a la narrativa, hay un cuidado en las elipsis, con saltos precisos, retratando momentos clave en la espiral ascendente de la carrera de Bianchi, combinados con flashbacks para abordar la infancia y adolescencia del personaje. Y por supuesto, se introducen de a una todas esas canciones que convirtieron a Miriam en la inesperada estrella de la cumbia.
Esa búsqueda del verismo está en la participación de los músicos sobrevivientes de la banda interpretándose a sí mismos (y tocando en la banda sonora), y en la invitación a fans de Gilda a ser extras. Los rostros abajo del escenario son de verdad, como reales son los lugares de las actuaciones: nada hay de glamour agregado, pero tampoco de énfasis en estéticas “marginales”, como ha trabajado cierto cine nacional.
Por supuesto, fiel a su formación, la directora realizó previamente un extenso trabajo de documentación, lo que redunda en una cuidada reproducción de una época reciente (lo más difícil; alguno afirmará que los amplificadores Wenstone ganaron presencia años después), la reproducción de los looks (ver reconstruida la sesión del póster más famoso, el del tocado de flores, es un gran impacto) y material para que la protagonista arranque a trabajar.
Cuerpo y alma
Natalia Oreiro también ha acertado aquí en los tiempos. Años atrás protagonizó una novela llamada “Corazón valiente”, y en esa ocasión grabó una versión rockera de dicho tema. En aquel entonces tuvo que ponerse en forma para interpretar a una boxeadora, y hoy llega con la edad justa y bastante flaca para interpretar a uno de los mitos populares argentinos (algunos hablan de que existió la posibilidad en la década pasada, más justo es hoy). Desde su primera escena (atándose el pelo frente al espejo, rulos y flequillo, el guardapolvos de jardinera y la mirada triste) vemos en ella el physique du rôle en el corte del rostro y la estatura (algún purista dirá que Gilda tenía los labios más gruesos).
Sí, además baila y puede sacar los pasos, y cantar todos los temas. Pero la cosa va más allá: realmente hay que hacer un esfuerzo por momentos en recordar que la que está frente a nosotros es Oreiro, a quien no dejamos de ver en pantalla desde aquella publicidad de tampones de hace más de 25 años. Es un mérito para cualquier actor célebre desaparecer detrás de la máscara del personaje, y Natalia lo logra holgadamente.
Compañeros de ruta
Javier Drolas llegó sin tanta prosapia en el cine para ponerle el cuerpo a un Toti enamorado, un poco raro él también para el ambiente. Del otro lado, Lautaro Delgado (Lady Di en “Kryptonita”) construye un Raúl terrenal y celoso, pero en un punto comprensible. Susana Pampín logra en su Tita Scioli la imagen de la madre un poco opresiva, guardiana del mandato y contracara de la libertad que representa el Omar Bianchi de Daniel Melingo, que interactúa en los flashbacks con Ángela Torres como la Miriam adolescente. En el lado oscuro, sobresale la presencia contundente de Roly Serrano como el Tigre Almada, caudillo de la movida que trata de mantener cautiva a Gilda, con el Waldo de Daniel Valenzuela como un secuaz temible (un personaje que le sale de taquito).
Más allá del aporte en la música original de Pedro Onetto, Guillermo Beresñak lidera la producción para que Oreiro, Torres, Melingo, Ricardo Mollo (todo queda en familia) y los músicos originales reconstruyan buenas versiones de los clásicos de Gilda y alguna otra canción solidaria con el relato. Con eso y poco más, Lorena Muñoz logra dar con una carnadura, con la mujer antes de la santa, antes de la leyenda: antes de remontar al cielo.