“Gilda, no me arrepiento de este amor”: un homenaje con destino de clásico
El 7 de septiembre de 1996, en el km 129 de la Ruta Nacional 12, en camino a Chajarí, Entre Ríos, un camión choca al micro que utilizaba Gilda para sus giras. En el accidente mueren ella, su madre, su hija mayor Mariel, tres músicos de la banda y el chofer. Tenía tan sólo 34 años y su carrera había comenzado unos pocos años antes, pero lo “poco” que entregó en vida le bastó para convertirse en una leyenda de la música popular argentina. Su repentina muerte dio paso a la veneración, a la nostalgia, a la eternización, a llorar lo que no pudo ser; y a 20 años de ese trágico suceso, Myriam Alejandra Bianchi logra un merecido reconocimiento-homenaje con una de las mejores películas argentinas de los últimos años: “Gilda, no me arrepiento de este amor” (2016).
Este filme, protagonizado por Natalia Oreiro, nos relata la historia comenzando seis años antes del fatídico accidente. Cuando Myriam, una humilde maestra jardinera, madre de dos hijos, que vive en un barrio de clase media en Villa Devoto, decide que necesita –le urge– hacer algo con su vida. Es así como, recordando su amor por la música, inculcado por un padre que la abandonó muy rápido al morir joven, sigue su deseo de perseguir ese sueño que dejó trunco en su juventud: cantar. Myriam renuncia a su trabajo, responde a un aviso clasificado en donde piden vocalistas para un grupo musical y allí conoce a Toti Giménez (Javier Drolas), un productor musical del ambiente tropical que automáticamente se da cuenta de dos cosas: el ángel que tiene esa mujer y que acaba de encontrar al amor de su vida. Así, lentamente, ambos emprenden un largo, tortuoso y en ocasiones peligroso camino en busca de su ansiado objetivo: triunfar en la música.
Nacerá Gilda, que tendrá que luchar contra los prejuicios externos (es rechazada varias veces por no encajar con el estereotipo de la cantante de cumbia de esa época), así como también con los de su propia familia: un marido celoso (Lautaro Delgado) incapaz de pensar más que en él, una madre ciega (Susana Pampín) ante los anhelos de su hija. A pesar de tantas trabas y obstáculos, llegará su ascenso al éxito y a la fama, que durarán apenas unos años, pero su estela seguirá para siempre.
La directora Lorena Muñoz, reconocida y talentosísima documentalista, se embarca en su primer proyecto de ficción con una maestría y un oficio que deja a más de uno con la boca abierta. Es que Muñoz –con el aporte de su amiga y coguionista Tamara Viñes– recorre la historia de Gilda de una manera impecable, sin caer en golpes bajos ni escenas efectistas, logrando incluir a toda clase de público en esta película (algo muy difícil a priori). Porque este largometraje más que nada es la historia de una mujer que lucha por sobreponerse, a su entorno y a ella misma. ¿Vale lo que está haciendo? ¿Está ganando más de lo que pierde? ¿Tiene sentido tanto esfuerzo? Todas esas preguntas son planteadas y respondidas desde el lado más humano de esta mujer, dejando de lado al personaje. Pero también se conjugan otros elementos para que esta obra transmita tanto: la realizadora conoce en profundidad la vida de la cantante y lo que quiere contar de ella; y a eso se suma una Natalia Oreiro que es un huracán en pantalla. Oreiro no está “imitando” a Gilda, la está homenajeando, le está prestando su cuerpo para contar su historia, está creando un poema de amor a esta mujer que admira con pasión.
Este largometraje se erige como uno de los mejores, sino el mejor, que el cine nacional nos dará este año. Porque tiene pasión, porque tiene amor, porque tiene respeto. Bienvenido al panteón de los clásicos argentinos.