La primera escena de “Gilda: No me arrepiento de este amor” (Argentina/Uruguay, 2016) es contundente, dolorosa y muy incómoda. Ubica a la película en el lugar que justamente terminará por posicionar a la figura sobre la que va a hablar, en la larga cadena de documentos, entrevistas, hechos, informaciones, y detalles que hablaron de la fundación de un nuevo mito, el de la cantante que luchó por sus sueños y terminó por cambiar su historia y de la de miles de fanáticos que aún hoy la recuerdan.
Esa primera imagen, dura, icónica, refleja desde dentro de un coche fúnebre, y con la cámara arriba de un ataúd, mientras se muestra el afuera del auto, con gente gritando, llorando, golpeando la puerta, el dolor encarnado de un pueblo, y a su vez evoca a grandes funerales, como el de Evita, por ejemplo, que fueron seguidos por los medios de comunicación por millones de personas.
Lorena Muñoz afirma allí, su mirada, y desde ese momento, indica con esos planos que ella le regalará luego a la cantante en la vida del filme, el lugar que necesita para terminar de consolidarse y posicionarse como uno de los íconos de la cultura popular argentina.
Sólo 20 años pasaron desde la muerte de Miriam Alejandra Bianchi, “Gil”, para sus amigos cercanos y familiares, aquella maestra jardinera de Devoto, agobiada por su presente de tareas y rutinas, que decidió patear el tablero y meterse de lleno en la consecución de su sueño.
Y sobre eso trabajará “Gilda: No me arrepiento de este amor”, un filme que tomará datos y hechos conocidos sobre la cantante para construir una particular visión sobre la misma, sin claroscuros, y con la convicción de potenciar aquellos aspectos más positivos del mito, aún a expensas de quedar en evidencia la postura condescendiente sobre la misma.
Muñoz debuta en el cine de ficción, y decide hacerlo con esta biopic musical, tras una serie de documentales que, casualmente, le brindaron la posibilidad de construir una narrativa particular y que en este filme se potenciará en cada plano que le regala a la película y a su protagonista.
Como Gilda está Natalia Oreiro, la actriz que afirma haber nacido para el rol, y le brinda el cuerpo y la voz a un personaje aún vívido en la memoria de muchos, y difuso en aquellos que no conocieron el boom de la cantante, pero que reconocen las canciones y melodías inconscientemente, que la convirtieron en una de las número uno de la música tropical.
El precipitoso ascenso hacia la cima, con todos los esquivos acontecimientos y la manipulación de la mafia de la cumbia, pero también con el rechazo inicial de su pareja (Lautaro Delgado) y su familia, son tan sólo dos de los tópicos con los que trabaja la directora, que sabe que el fuerte del filme está en las imágenes y en la interpretación protagónica de Oreiro, que se brinda ciegamente al filme, en una precisa actuación, diferente a las que viene ofreciendo.
Si el bronce con el que se construye el mito, por momentos termina por ahogar la pasión del relato, rápidamente es superado por la incorporación de los números musicales, que van desde el tímido primer acercamiento con Toti Gimenez (Javier Drolas), en el casting, hasta la explosión en Bolivia y otros escenarios, con un momento clave, cuando, expulsada de la cartelera oficial de la cumbia, ofrece un show para presos.
La elección de algunos encuadres, y la exactitud con la que se registran situaciones, como así también la alternancia entre día y noche de la artista, en contraposición con la rutina que su familia siguió viviendo, configuran un relato sólido y contundente sobre la persecución de los sueños y la concreción de metas.