La jungla y el cristal
Puesto que Shyamalan nos ha acostumbrado con el tiempo a su gusto por las paradojas, Glass, su nueva película, es al mismo tiempo una obra de reconciliación y de sublevación. Reconciliación porque su reencuentro con Bruce Willis y Samuel L. Jackson se realiza gracias a los personajes que interpretaran en El protegido, hace diecinueve años, cuando el cineasta prolongaba su exitosa entrada en la industria, despertando admiración y recogiendo éxitos. Varios fracasos e injusticias después, Shyamalan terminó viéndose obligado a escarbar el filón más B de su cine gracias a la productora Blumhouse, y Glass, su tercera colaboración con Jason Blum, supone algo como un apretón de manos entre aquel cineasta que gracias al éxito sintiera el valor de introducirse en el mundo de los superhéroes y el que ahora lo hace de nuevo gracias a la modestia. Por esa misma modestia, la reconciliación se extiende a un espectador que, ante la saturación del cine de este género, atisba una posibilidad reconfortante: si en lugar de hacerse menos películas de superhéroes se hicieran más, posiblemente nos encontrásemos con joyas como esta, cuando los verdaderos grandes cineastas se pusieran manos a la obra, liberando al género de esa especie de aceleración capitalista en tiempo reducido que le ha llevado a hacer películas cada vez más caras, cada vez más espectaculares y cada vez con más personajes y estrellas, siendo este último punto el único que Shyamalan “respeta” en Glass. Porque, por todo lo demás, Glass es tanto una película de superhéroes (decir lo contrario es imposible) como una anti-película de superhéroes: casi de forma acelerada (presuntamente, Shyamalan ha recortado un primer montaje de tres horas a dos horas y diez minutos, lo cual crea ciertos atajos en la parte inicial), los tres personajes sobrenaturales, David Dunn (Willis), Elijah Price (Jackson) y Kevin Wendell Crumb (James McAvoy), se encuentran encerrados en una institución psiquiátrica (sucede realmente temprano y el abajo firmante asegura intentar no destripar en nada la trama de la película) en la que se les intenta convencer de que padecen de un síndrome megalómano que les hace creerse lo que no son (es decir, superhéroes), evacuando así rápidamente la necesidad e importancia de los enfrentamientos y toda otra secuencia de grandes aspavientos.
Puesto que el cine de Shyamalan, pese a todos sus vaivenes, se ha vuelto cada vez más teórico, esta vez no podía ser menos: esta terapia que viven los personajes es diametralmente opuesta a la que viven los espectadores en sus butacas, a los que el cineasta logra con maestría convencer de que están viendo una película de superhéroes. Una película increíblemente desprovista de acción y que rechaza toda noción de espectacularidad. Si el cine que adapta en gran pompa esos cómics que son el pasto cultural de Glass permite al espectador huir hacia un mundo de colores y luces, cada vez más inmaterial, el de Shyamalan no hace sino remitirle inevitablemente a una realidad sucia, gris, hecha de cemento y de metal, fotografiada de forma ingrata, y, definitivamente, una realidad que, en estos diecinueve años, no parece haber permitido a Dunn ni a Elijah ser más felices sino, más bien, todo lo contrario: la depresión del uno y la desesperación amarga del otro no han hecho sino crecer, apagándolos y atrofiándolos mientras la violencia no ha dejado de multiplicarse. Si las ciudades del cine de superhéroes “caro” lucen siempre sobrepobladas y desbordantes de tráfico y movimiento, la Filadelfia de Shyamalan es una triste jungla de calles desiertas y oscuras habitadas por criaturas incapaces de huir de una realidad siniestra que parece incuestionable. Del mismo modo que, al contrario de los grandes superhéroes y sus enfrentamientos cada vez más cercanos al cielo y las galaxias lejanas, Shyamalan concebirá su clímax en el bacheado asfalto de un aparcamiento medio vacío.
La primera vez que vemos en acción a Dunn tiene lugar cuando se enfrenta a dos jóvenes que agreden brutalmente a un hombre para poder filmarlo, a los que persigue ocultándose en la oscuridad, en un mundo en el que la luz y la imagen se han convertido en herramientas de violencia, castigo y vigilancia. El camino hacia aquello que una vez más se parece a un twist final consistirá (las palabras que siguen serán cuidadosamente ambiguas, tranquilos, no corren peligro) en revocar ese mundo, en devolver a la imagen su poder liberador.
Es esa finalmente la gran reconciliación: de aquella presión a la que se sometía al cine de Shyamalan por encontrar giros cada vez más inesperados y espectaculares el cineasta ha conservado aquello que componía la belleza del gesto. Que no es tanto el sobresalto del espectador (que también), sino el de haber encontrado la esencia de su cine en esos momentos de revelación de la verdad y que siempre se producen en secuencias de seres pasmados, de habitaciones desnaturalizadas, en silencios en los que los personajes filmados se desvelan autómatas incomprensibles para sí mismos respondiendo a fuerzas exteriores que los manipulan (de ahí que El incidente sea tan brillante: Shyamalan empezaba su película con el mismo sentimiento con el que hasta entonces buscaba terminarlas). Conocer tales fuerzas, sacarlas a la luz, que sus películas se conviertan inevitablemente en lentes de aumento que permiten descubrir algo, arma inevitablemente el cine de Shyamalan de una fuerza subversiva. Ante un autor de tal magnitud y que se mueve (cosa cada vez más rara), en esas esferas entre el gran cine de espectáculo y la artesanía, es tentador ver sus películas como un comentario de su propia obra. Pensar en su trayectoria como la de alguien a quien la industria quiso convencer de que no era lo que creía. Resulta normal que esta gran reconciliación teórica, imperfecta, abrupta, mutilada, emocionante, tan brillante como frágil que es Glass requiriese plantearse el fin de la división entre héroes y villanos. Es necesario que las máscaras caigan, si queremos reconciliarnos con el cine y, por qué no, con la moribunda política de los autores. Puede que todavía no sea demasiado tarde.