Glass

Crítica de Rodolfo Weisskirch - Visión del cine

La trilogía que M. Night Shyamalan comenzó en el año 2000 con El protegido y continuó en 2017 con Fragmentado finaliza este año con Glass, protagonizada por James McAvoy, Bruce Willis y Samuel L. Jackson.
El que vaya a ver Glass con la idea o el concepto de continuar viendo un giro narrativo realista sobre el género de cine de superhéroes se va a sentir decepcionado. En primer lugar porque está confirmado que al director de Sexto sentido le importan poco y nada los cómics y los superhéroes. Segundo, porque Glass tiene dos lecturas: por un lado es una historia sobre padres e hijos -lo único que realmente le interesa al guionista/director sobre la mitología comiquera de los héroes-, por otro lado es una sátira a la psiquiatría. En tercer lugar, el director sigue en su cruzada de confundir a los críticos y seguidores y confirma, nuevamente, el odio que tiene por cualquiera que le critique o se enamore de su obra. Shyamalan es un narcisista importante. O al menos eso da a creer.

Glass comienza con Kevin (nuevamente James McAvoy demuestra su enorme destreza física e increíble talento para transformarse de un segundo a otro en un mismo plano en varios personajes dentro del mismo cuerpo), el asesino esquizofrénico de Fragmentado, secuestrando a un cuarteto de porristas. Detrás de sus huellas va David (un Bruce Willis bastante desperdiciado), el “héroe” de El protegido, abatido por la muerte de su esposa (Shyamalan sólo muestra al personaje de Robin Wright de espaldas en un flashback que parece salido de Sexto sentido), que ahora es dueño de una empresa que vende artículos para la seguridad hogareña, y está acompañado por su hijo (Spencer Treat Clark) que lo ayuda a buscar criminales y atender su negocio.

David atrapa a Kevin, pero ambos son interceptados por la doctora Ellie Stapler (Sarah Paulson, con algunos buenos momentos y en otros sobreactuada), quién los lleva a un hospital psiquiátrico rodeado de mucha tecnología, pero poco personal de seguridad (¿?). Allí, los reúne con Elijah Price, el delicado Mr. Glass interpretado por un Samuel L. Jackson que no se toma del todo en serio lo que sucede en esta secuela. Y justamente este es el tono que le aplica Shyamalan a su obra.

Glass se podría etiquetar como una especie de thriller psicológico que se burla de la psicología. Shyamalan apuesta, como se dijo en párrafos previos a relacionar los “poderes” de los protagonistas con traumas de la infancia, pero de forma bastante básica y banal, como si no le interesara demasiado la psicología y se quedara con el envoltorio de la profesión. Algo similar a lo que sucedía en Sexto sentido -recordemos que Willis ahí interpretaba a un psicólogo infantil que le quería demostrar a Osment que no tenía poderes, sino traumas con la madre-, pero sin la solemnidad ni la densidad de la película de 1999 nominada al Oscar.

El tema de padres peleados con sus hijos o que directamente no los entienden hasta el final de la obra cuando logran reconciliarse con ellos, atraviesa la filmografía del realizador, y Glass no es la excepción. La diferencia está que en Shyamalan odia a sus criaturas. Se cansa de Elijah y David, y en menor medida, de Kevin. Los redime un poco y transforma en villana al personaje de Paulson, que también guarda un secreto.

En los últimos 15 minutos, como es costumbre, el director da dos “sorpresivos” giros narrativos. Uno es tan obvio y ridículo que el propio Elijah se divierte con ello, y la risa de Jackson es bastante genuina, lo que da a entender el nivel de absurdo y autoconciencia de la propuesta. El segundo es rebuscado, forzado, e incoherente con la enemistad que tiene el director con el género de superhéroes. Pero, a pesar de ello, tiene cierta coherencia diegética en relación al mensaje que decide transmitir Shyamalan.

A Shyamalan no le importa demasiado lo que piensen de él y su cine, si lo defenestran o convierten en objeto de culto. Prefiere ponerse en una posición donde se cree más inteligente que el espectador. Si no fuera por estos actos de narcisismo, podríamos decir que Glass es realmente una gran película. Porque a pesar de ser la más extensa de su filmografía en lo que respecta a la duración, es genuinamente atrapante y la más entretenida de todas. Pero ese final deja un gusto agridulce. Por un lado la canchereada, cinematográficamente hablando, es bastante paupérrima en términos narrativos: debe poner a un personaje delante de cámara explicando lo que el espectador acaba de ver. Un recurso innecesario desde la diegética y porque subestima la inteligencia del público. Por otro, le roba la tensión al relato. Pasa de ser un thriller prolijo a una comedia absurda.

Más allá de esto, y analizando el film a fondo, se pueden encontrar demasiados de estos “caprichos de autor” a lo largo de los 130 minutos: un cameo del director que da a entender que La aldea también forma parte del mismo universo de Glass, Fragmentado y El protegido, personajes que aparecen sin demasiado fundamento (el de Anya Taylor-Joy) y detalles que terminan restando verosímil con la única justificación de generar falsas expectativas.