SHYAMALAN ADELANTÁNDOSE A SU TIEMPO (II)
Si con El protegido M. Night Shyamalan se había anticipado al boom de las películas de superhéroes –con un drama personal y familiar que había sido un tanto incomprendido en el momento de su estreno- y con Fragmentado también se mostraba innovador, a partir de cómo usaba sus ya habituales giros sorpresivos para revelar los planes para una trilogía que nadie esperaba; con Glass establece una clausura para la mencionada trilogía, pero también para su propio cine e incluso el género de superhéroes –que ya tuvo una especie de cierre con la melancólica despedida que fue Logan-, a la vez que abre una nueva vía para repensarlo. Una vez más, el realizador se adelanta a su tiempo, adentrándose en terrenos inexplorados.
Esa exploración no viene exenta de polémica, algo a lo que Shyamalan ya está acostumbrado a pesar de que en un momento casi destruyó su carrera (recordemos las burlas y repudio que generaron en su momento films como La dama en el agua, El fin de los tiempos y Después de la Tierra). Como casi siempre en su filmografía, vuelve a coquetear con inverosímil, estableciendo un duelo entre el irrompible David Dunn (Bruce Willis) y el fragmentado Kevin Wendell Crumb (James McAvoy), con el frágil pero inteligente Elijah Price/Mr. Glass (Samuel L. Jackson) y la Dra. Ellie Staple jugando sus propias cartas, con un instituto psiquiátrico como escenario central. Porque al fin y al cabo, la premisa nunca deja de ser un juego de poder, donde cada uno tiene su propio rol, lo cual incluye a tres personajes secundarios pero a la vez decisivos: la madre que es Mrs. Price (Charlayne Woodard), la ex víctima que es Casey Cooke (Anya Taylor-Joy) y el hijo que es Josep Dunn (Spencer Treat Clark) también jugarán sus respectivos papeles dentro de una trama donde todo estará dictado por las apariencias, superficies y el debate constante sobre lo que es verdad o mentira acerca de la naturaleza de las personas, y cómo esto afecta al entorno social.
Claro que Shyamalan se expone a romper con el verosímil o ponerlo en crisis, trabajando con el distanciamiento o el humor insólito, pero siempre con una dosis extra no solo de atrevimiento, sino también de inteligencia y, especialmente, sensibilidad. Su puesta en escena, donde las luces y sombras se enlazan con encuadres ligeramente desviados de las normas más convencionales, potenciándose con una banda sonora definitivamente disruptiva, van construyendo un imaginario propio, que alimenta el dilema central del film: cómo la mirada puede asociarse con la verdad, cómo el conocer y aprender solo puede sustentarse en la evidencia, en el hecho en sí mismo, en lo que no se puede negar.
Toda esta tesis sociológica y política está sustentada desde lo personal, porque Glass es, primero que nada, un film sobre individuos tratando de definirse a sí mismos desde sus actos, pero también desde lo que creen (o no) de sí mismos y los que los rodean. La percepción sobre lo que es verdad o mentira tiene un marco cultural, nos dice Shyamalan, pero un primer nivel de entendimiento, de aceptación o negación, está dado desde lo individual, desde lo que las personas creen en base a lo que observan. Por eso es tan importante lo que se ve, lo que se mira, pero también la creencia, la fe en lo que vemos frente a nuestros ojos, algo que enlaza a Glass no solo con Fragmentado y El protegido, sino también con Sexto sentido, Señales o La aldea. Esta enunciación puede sonar paradójica en un realizador explícitamente creyente, pero a la vez no deja ser fascinantemente lógica: en su cine, lo que se considera sobrenatural o inexplicable siempre busca una forma de raciocinio, de explicación vinculada a lo científico.
En un punto, Glass funciona como un reverso de la tesis de El caballero de la noche: si aquella exponía la necesidad del mito para construir una identidad y un sentido de pertenencia, esta viene a decirnos que, en estos tiempos donde el cinismo y la posverdad se imponen, donde no se cree en nada o solo en lo que resulta conveniente, el poder distinguir lo evidente e incontrastable se convierte en un acto imprescindible. De ahí que su espectacularidad sea moderada, contenida, que los duelos estén más dados desde la palabra y las miradas que desde lo físico, porque Shyamalan claramente considera que lo espectacular o heroico está ubicado en otra vía.
Esa vía es el aprendizaje, el conocimiento, el acceso a lo que antes estaba oculto, que está dado por lo que se observa, recuerda y reafirma, que puede estar condicionada por la interpretación pero que en última instancia no debe negar lo evidente e incontrastable. Shyamalan, humanista como es, vuelve a apostar a que lo extraordinario se dé la mano con lo cotidiano, a la emoción como un camino de convencimiento pero también de revelación del artificio, a la mirada como un acto transformador. Y allí es donde otra vez se anticipa a estos tiempos cinematográficos plagados de héroes gigantescos y eventos marcados por lo artificial, señalando que la verdad también tiene su dosis heroica; que la Historia (documentada, evidente) puede ser una verdadera epopeya liberadora; y que las convicciones, legados, afectos y recuerdos pueden resistir las balas.