Seguramente usted sabe qué es “Glee”. Se trata de una serie de televisión que en la Argentina se puede ver en la señal de cable Fox. Es una especie de fenómeno en los Estados Unidos: gira sobre la vida en un “college” (ese trasunto del secundario a la Universidad) y de un grupo de estudiantes absolutamente heterogéneo, que tiene un club donde cantan y bailan. Hacen “covers”, pero lo interesante de la serie no es sólo la parte musical -abundante- sino también la mezcla de melodrama y humor absurdo que rompe cualquier molde en cualquier episodio, incluso tomando en solfa -a veces- la corrección política, sin por eso esquivarla del todo. “Glee” la película no es (repetimos: no es) un episodio de la serie o una ficción dentro del universo de la serie, sino uno -otro- de los recitales que, gracias a la fuerza de las nuevas tecnologías, puede mostrarse “como si uno estuviera ahí” en todo el mundo. En primer lugar, porque las versiones de las canciones “que sabemos todos” son perfectas. En segundo lugar, porque el universo de “Glee” está articulado alrededor del de la comedia musical cinematográfica, lo que hace que esta versión “recital filmado” sea más bien una recuperación de lo tradicional. Y en tercero, porque la fuerza de estos muchachos y la convicción -son más que buenos cantantes: son grandes intérpretes, y aquí se entiende la diferencia- son contagiosas. El cine no necesariamente tiene que contar una historia, o -mejor- siempre la cuenta: ésta es la de la conexión entre el mejor arte popular y el disfrute del espectador.