Por qué cantamos… y bailamos
Nunca vi un capítulo entero de Glee, aclaro y digo esto porque entiendo que el dato es necesario para el lector. Dicho esto, me suelen irritar un poco las puestas musicales tipo entrega del Oscar, ya que me parecen demasiado artificiales y poco vividas. Obviamente, estos son los puntos fundamentales que me alejan de Glee, ya que la serie a mi entender estaba sostenida en esas puestas en escena donde la técnica manda pero la emoción se escabulle. Uno puede decir “qué bien cantan estos pibes”, pero ese bien cantar se acerca peligrosamente a un tecnicismo sin la vibración que es dable contenga el arte. Es decir, desde la técnica Luis Miguel canta mucho mejor que Leonard Cohen, pero quién puede dudar de que el canadiense emociona y es mucho más interesante y profundo como artista que el mexicano. Es por todas estas cuestiones que ver Glee 3D no era algo que me generara demasiada expectativa y, mucho peor, como buen cínico (si no, no podría dedicarme a esto de comentar películas: sepan disculpar colegas, todos somos cínicos) la película o el recital filmado estaba destinado a ser despreciado desde el vamos. Pero una de las virtudes que debe practicar el crítico es aceptar cuando aquello de lo que dudaba, lo sorprende positivamente.
Y esto ocurre con Glee 3D, captura del concierto que los protagonistas de la serie dieron en algunos escenarios y que fue dirigido por Kevin Tancharoen, alguien que no tenía los mejores pergaminos con aquella remake infumable de Fama en su haber. Lo primero interesante del film es que no se trata de un capítulo estirado, sino de un recital filmado. Pero, más interesante aún, los intérpretes mantienen sus personajes, juegan a ser aquellos que del colegio saltan a la fama y se presentan en vivo. Entonces, sus características se mantienen en la forma en que encaran su presencia ante el público. Ese juego metatextual (son personajes de una serie que suponen, a su vez, ser parte de la realidad y no de la ficción), hace que el 3D luzca mejor porque lo que se propone es una cuestión inmersiva no en un sentido vivencial, sino en una interrelación entre los personajes y el público. Y esto es claro cuando la puesta en escena juega a colocar al espectador no en el rol del cantante que está sobre el escenario, sino ahí, en las gradas, mirando el show, disfrutando del espectáculo. Glee 3D se propone como una fiesta y hace partícipe al que mira.
En este trabajo sobre la realidad y la ficción que ejecuta el film se suma otro elemento, que a la luz de los resultados termina siendo lo más convincente e interesante de Glee 3D. Y es que esa apelación constante al público se relaciona con una mirada directa hacia el fanático y seguidor de la serie: de lo contrario, estaríamos ante un concierto bien filmado, que sólo interesaría al que le gustan las canciones. Alternando entre tema y tema, aparecen por ahí tres jóvenes que han vivido experiencias particulares en sus vidas (y muchos otros que simplemente están ahí para expresar su amor por la serie): una porrista enana, un joven gay que sufrió el escarnio de sus compañeros en el colegio y otra que padece un síndrome que la lleva a recluirse y alejarse de la gente. Todos, y cada uno de ellos, reconocen que la serie les sirvió para aceptar su lugar en la sociedad. No dicen que la serie los salvó (de hecho algunos de ellos ya se había aceptado antes de que la serie saliera al aire), sino que de alguna forma acompañó su crecimiento o que sirvió para que otros se acepten o acepten al otro. Glee se identifica por la letra “L” marcada con el pulgar y el índice sobre la frente, algo que representa al “looser”, el perdedor. Y si bien por esta parte del planeta no tenemos tan identificado en la cultura popular lo cruel de ese pasaje llamado adolescencia, Glee universaliza el sentido de distanciamiento social que sufren muchos jóvenes. Y que aquí se lo diga por fuera de la ficción y centrándose en lo real, en esa gente que puede seguir una serie, por más naif o ingenua que parezca, no deja de ser un paso adelante en la búsqueda de una mayor tolerancia. Glee 3D lo dice desde el público y de frente al público, y lo hace con la alegría y energía que transmiten, ahora sí, el baile y el canto.
Por este asunto es que Glee 3D pareciera, en realidad, una mirada distanciada de la serie por medio de la cual se termina aceptando el rol que le corresponde ante la sociedad: es como si Tancharoen tomara a la serie como algo no ficticio e intentara analizar su impacto, sin declararse como parte de ese objeto. En este trabajo de autoconciencia, el film justifica el baile, la música, el color y la energía de su propuesta como una forma de allanar el camino hacia aquellos que la pasan mal por correrse de lo que culturalmente se ha dado como establecido. Esa justificación de la comedia musical como un mundo mucho más abierto e inclusivo. Que algunos imbéciles no lo entiendan -y esto lo digo por lo que me tocó vivir durante la función del film-, y que se burlen cada vez que aparece la enana porrista en pantalla evidencia que el discurso elaborado por el hecho artístico no tiene por qué caer en el público correcto. Y también, que la gente termina interesándose por cuestiones diferentes a la idea principal que puede tener el artista. Pero en esa aparente contradicción, también hay parte de verdad: el arte permite muchas lecturas, y Glee 3D juega lúdicamente con ellas. Por esta vez, la técnica, la perfecta puesta en escena, fue superada por lo humano e imprevisto.