Nunca es tarde para amar (ni para estrenar)
A dos años y medio de su estreno en la Competencia Oficial del Festival de Berlín (donde su protagonista, Paulina García, ganó como Mejor Actriz) finalmente llega a los cines argentinos esta encantadora y entrañable tragicomedia del director de La sagrada familia, Navidad y El año del tigre sobre las desventuras afectivas de una sexagenaria que trata como puede (pero siempre con enorme dignidad y resistencia) de combatir la soledad y el destino que en principio la sociedad le tiene reservado a las mujeres de su edad.
El pequeño milagro de entregar una película que satisfaga a los diferentes tipos de espectadores que van a un festival (críticos, productores, público, programadores y varios etcéteras) se da muy pocas veces. Ese "milagro" lo logró la cuarta película de Sebastián Lelio, que dejó conformes a todos y obtuvo la mayor ovación que recuerde en una función de prensa en mucho tiempo. La historia se centra en una mujer (obviamente llamada Gloria) de unos 60 años que no parece perder nunca las ganas de vivir. Sale a bailar a fiestas de gente de su edad, se ocupa de atender a sus hijos y tiene un espíritu vital que envidiaría la mayor parte de la gente de 25.
En uno de esos bailes conoce a un hombre mayor, recientemente separado, que la conquista con su afecto, carisma y comprensión. Pero la relación se complica ya que él tiene que lidiar con dos hijas y una ex esposa demandante, y con su imposibilidad de tomar ciertas distancias. Mientras lidia con su pareja, su molesto vecino y sus hijos, Gloria atraviesa distintos estados -y algunas crisis- que siempre parece llevar con enorme dignidad y resistencia.
Lo que Lelio logra en el film no es sencillo. Se trata de humanizar sin banalizar, de mostrar un concepto parecido a la "alegría de vivir" sin tornar el asunto en una tontería del tipo de las comedias picarescas inglesas sobre gente mayor a la manera de Chicas del calendario o similares. Hay algo notable en la película -al menos en gran parte de ella- que es la descripción de una persona a la que podríamos definir como normal y a la que el director nunca humilla ni se pone por arriba ni resulta jamás condescendiente (tiemblo imaginar qué haría alguien tipo Ulrich Seidl con una mujer así). Gloria llora con poemas malos, canta a voz en cuello temas melódicos hispanos tipo Camilo Sesto y puede ser de esas madres algo pesadas y pegajosas, pero jamás se la juzga, se la condena o se burla la película de ella. Al contrario, se pone siempre de su lado. Acaso, hasta demasiado.
Con un notable trabajo de Paulina García en el rol central y de Sergio Hernández como el digno aunque atribulado pretendiente, la película alterna situaciones dramáticas y cómicas, sin jamás recargar las tintas hacia uno u otro lado. Sabemos que el personaje vivirá situaciones dramáticas pero hay tanto cariño puesto en ella que resulta difícil imaginar que algo terrible pudiera pasarle (de hecho, es un gran logro del film no llevarla a esas zonas). Gloria es una película que casi pide a gritos una remake norteamericana. Entre las apuestas con colegas sobre quién debería hacer el personaje principal yo me la juego por Meryl Streep, aunque no creo que se anime a los desnudos de Paulina aquí.
No es Gloria una película perfecta. Tiene, para mí, algunos minutos de más (incluyendo varios cierres), algunas metáforas un poco obvias (una con un esqueleto bailable, otra con un pavo real) y sus intentos de combinar la situación personal de Gloria con la social que se vive en Chile, a través de una conversación en una cena o de las constantes marchas estudiantiles, son demasiado subrayadas. Es evidente que esa frescura y vitalidad que tiene Gloria es la que Lelio -y su guionista Gonzalo Maza- ven como "revolucionaria" en Chile, la que está cambiando la cara del país hacia una más positiva, y es lógica esa comparación. Tal vez no sea del todo necesario repetirlo varias veces.
Entre las escenas notables del film hay una cena de la familia extendida de Gloria, una visita a un parque de diversiones (y sus consecuencias) y una excelente versión en vivo de Aguas de marzo, de Antonio Carlos Jobim, que tal vez no cumpla ninguna otra función narrativa que transmitir ese espiritu vital que tiene el personaje. En esa pequeña y aparentemente intrascendente escena de disfrute grupal está el corazón de esta sencilla, amable y encantadora película.