Basado en la novela autobiográfica “Une année studieuse” escrita por Anne Wiazemsky, quien fuera la segunda esposa de Jean Luc Godard, el filme intenta plasmar algo del orden de lo quimérico, tratando no sólo de ser una radiografía de un personaje sino una representación de su época, cambiante, expresiva y explosiva. Las contradicciones en la vida cotidiana y de relaciones, junto a sus propias debilidades, en el cuerpo de un hombre coherente y firme en su concepción sobre que es el arte en permanente evolución.
Un hombre de calvicie incipiente, sin pelos en la lengua, si es que sirve la metáfora, es lo que parece haber querido retratar el director de “El artista” (2011), olvidándose de la imposibilidad de compendiar en una biopic cualquier ser humano, por más simple que su vida haya sido, sabiendo que estamos en la situación opuesta. No apunta a la criatura misantropía del entretenimiento vacuo, sino a la soledad del creador como criatura, un megalómano intelectual con complejo de inferioridad afectiva, si cabe el término.
El problema es que para hacerlo el director acude a todo el catalogo de recursos narrativos y de rupturas puestas en juego por Godard, con la salvedad de que Jean Luc lo hizo casi como estandarte estético-ideológico, y el otro como un homenaje que se queda en tono de comedia.
Como ejemplo los travellings laterales, acompañando a los personajes en sus caminatas citadinas sin dar cuenta de nada, pero el espectador se choca con escrituras en las paredes que no se llegan a leer. O que los personajes hagan o se instalen en exactamente lo contrario a lo que están diciendo, desnudos incluidos.
Lo que resulta es una comedia por momentos divertida, y si esto sucede se debe en gran parte a las actuaciones del dúo protagónico, pues en tanto construcción y desarrollo de los mismos queda a mitad de camino, sin poder definir cuál fue su deseo.
Ante la ausencia de necesidad de presentación, era de esperar una mayor profundización de los mismos en su desarrollo, así tenemos a Jean Luc Godard (Louise Garrel) en el momento del estreno de “La chionoise”, corre el año 1966, recién divorciado de Anna Karina, su primer mujer, y enamorado de su actriz, Anne Wiazemsky (Stacy Martin) casi 20 años menor que él.
Todo transcurre en unos pocos años, que incluye el mayo francés del 68, donde podemos ver a Godard queriendo ser un revolucionario, (por eso el filme “La chinoise”) comportándose realmente como “un burgués pequeño, pequeño”, tal vez incauto, por momentos iracundo, celoso al extremo e insufrible.
Termina siendo el retrato de un ser que en lo cotidiano es casi ignominioso, narcisista, sin la menor idea sobre que esta hablando, desde lo político, donde la militancia es una patología de una edad determinada con cura por el tiempo, sin idea como atravesarla, pero sabiendo como filmarlo y por eso todavía nos produce ternura.
Algo así como cuando Roland Barthes se refirió a los cineastas que filmaban la pobreza sin conocerla. Hay una recurrencia puesta en juego permanentemente, sus anteojos y la rotura de los mismos de manera asidua. Casi parece un paso de comedia que por repetirlo se volverá efectivo o gracioso. Es mas, un personaje hasta le dice “….sin los lentes no lo reconocí”.
Pero sin lentes tampoco podía ver y, según la mirada de Michel Hazanavicius, es tanto querer ser un revolucionario sin dejar de lado la comodidad burguesa, lo cual hasta se podría entender como una desazón del director de “Sin aliento” (1959).
Casi al revés de lo que pregonaba Roland Barthes sobre Charles Chaplin, “…muchos podrán filmar la pobreza, Chaplin la conocía”….
Los amantes de cine, o seguidores del realizador, no quedarán demasiado satisfechos, los que nada saben de la Nouvelle Vague y sus derivaciones, sólo les resultara otra comedia pasatista.