El lado oculto de un icono del cine
El director de El artista no le teme a Monsieur God Art y lo muestra pasar de la felicidad mientras filmaba La chinoise al aislamiento progresivo, tanto artístico como personal. Y lo hace de un modo entretenido, glamoroso y no demasiado riguroso.
¿Quién le teme a Monsieur God Art? Muchos. Dado el carácter de tótem cultural que la secta de Los Godardianos ha erigido para el realizador de Pierrot le fou en el curso del último medio siglo, el hoy nonagenario Jean-Luc Godard se convirtió en intocable. Como suele suceder, de esas alturas lo bajó una ex. No necesariamente despechada en este caso, ni tampoco una que recuerda con ira, sino alguien que pasó tres años a su lado, que lo quiso, que además de sus fulgurantes epigramas, audaces reflexiones teóricas y hermosos travellings laterales conoció también sus malos humores matinales, sus maltratos a más de un semejante, sus tendencias asociales. Se trata de Anne Wiazemsky, recordada protagonista de La chinoise (1967) y cinco films posteriores del suizo más famoso, que se convirtió en Mme. Godard antes incluso del estreno de La chinoise, y lo fue durante tres años. Hasta que tomó coraje y le dijo adiós.
Fallecida en setiembre del año pasado a los 70 años, Wiazemsky, reconocida escritora desde el momento en que dejó el cine (mediados de los 80), recogió en un dueto de novelas la vida que vivió junto al autor de Vivir su vida. Las novelas son como espejos: la primera, Une année studieuse, es de 2012, narra su encuentro y plena felicidad con Godard, y no tiene traducción al castellano. La siguiente, Un an après, tres años posterior, hace centro en la abismal corrosión de la pareja, y Anagrama la editó con el título Un año ajetreado. Le redoutable, la película de Michel Hazanavicius que hoy se estrena en la Argentina con el título Godard mon amour, toma un poco de ambas, en particular de la segunda de ellas. Redoutable quiere decir temible, y refiere doblemente al hoy casi nonagenario cineasta. En sentido literal, por el carácter de cuco cultural señalado más arriba, y en sentido alegórico, en tanto en la película se alude a cierto submarino francés conocido por ese apelativo, que podría representar la batalla entre encierro progresivo y voluntad de conexión con el mundo (el periscopio del submarino) en que el cineasta se debate.
Godard mon amour presenta al icono del cine moderno –asombrosamente caracterizado por Louis Garrel, que está igualito (a Godard y al actor argentino Gabriel Wolf, exmiembro del grupo Los Macocos)– en pleno rodaje de La chinoise, supervisando uno de aquellos travellings laterales con su sello. Se lo ve feliz a Godard, casi como un niño, en ese inconfundible decorado, que la película reproduce tan minuciosamente como cada detalle evocador. Es seguramente el último momento de felicidad. Convertido al maoísmo, el cineasta espera que el mismísimo Timonel abrace ese monumento de la agit-pop como a un dazibao, y lo que encuentra, en una reunión con sus mandarines, es que en opinión oficial La chinoise es una basura pequeñoburguesa, y están dispuestos a impedir incluso que la película lleve ese título. Primer globo que se le pincha a Jean-Luc de unos cuantos que lo van a hacer caer del sueño a la realidad. Ese trayecto constituye uno de los ejes de la película escrita y dirigida por Michel Hazanavicius, el de El artista.
Como se sabe, un año después de La chinoise Francia estrenó una película aun más célebre: mayo del ‘68. Ese es el otro punto nodal de Godard mon amour (habilísimo título local, que encadena un doble gancho dirigido al cinéfilo). Godard participó, del brazo con Wiazemsky (encarnada por la modelo Stacy Martin, que dobla en belleza a la original) de marchas, enfrentamientos con la policía, piedrazos, consignas y asambleas políticas en la universidad de Nanterre, epicentro del levantamiento. Segundo fracaso en el mundo real: el navegante insignia de la nouvelle vague es recibido con aclamaciones y respondido con abucheos, no una vez sino dos. Mientras tanto, en la calle se cruza con gente que lo saluda pero no entiende sus películas, o que las entiende pero le reclama que vuelva a hacerlas entretenidas.
Haciendo pie sobre ese aislamiento progresivo, que va de lo artístico (Godard califica a todo su cine previo de “porquería”, proclama su propia muerte y se reinventa al frente del grupo Dziga Vertov, con la intención de hacer cine político) a lo personal (ruptura de su círculo de amigos, maltrato verbal a su mujer, celos, inseguridad y posesividad amorosa), Hazanavicius comete un “pecado” que no se le perdonó cuando la película se estrenó en Cannes: se permite ridiculizar a God Art, mostrándolo tan torpe que de a ratos (los más graciosos, que son varios) parece más su coetáneo Woody Allen que él mismo. Sólo los muy fanáticos no advertirán la honestidad, ética, coraje intelectual y hasta sentido del humor (son sus últimos escarceos en ese terreno) que la película rescata de él. Como sucedía con la vituperada El artista, Godard mon amour es lo que el cine ya raramente es: una película muy entretenida. Entretenida, glamorosa (esos rojos-fuego y azules eléctricos hipergodardianos, en vestidos y tapizados) y no demasiado rigurosa (narradores en off que aparecen y desaparecen, miradas a cámara, entretítulos godardianos, citas a sus películas y juegos de palabras que también).
En cuanto a la posible misoginia en el retrato de una Wiazemsky que observa como escolar @da a su ídolo-marido, sin saber qué decir, habrá que tener en cuenta que la película se basa en un libro de la propia Wiazemsky. Será cuestión de leerlo y comparar.