Si algo quedó claro en El Artista (2011) es que Hazanavicius solo es capaz de contemplar una relación ingenua entre contenido y estilo. Ante el dilema de cómo filmar una historia sobre el pasaje del cine mudo al sonoro parece elegir, como si fuera un obvio deber, que la forma de su película simule la de una silente que luego adquiere sonido. Así convierte el estilo en una cualidad gratuita, soportada solamente por la literalidad discursiva con que aborda su tema.
El tema ahora es Jean-Luc Godard o, mejor dicho, la mirada de Anne Wiazemsky sobre el realizador. Pero en fin, Godard se lleva toda la atención. A la manera de un publicista que maneja referencias estéticas para armar su producto, Hazanavicius utiliza lo que entiende como estilo godardiano. Se trata de un compendio de recursos de desrealización de la ficción con los que va condimentando esta comedia de puesta en escena convencional y descartable sobre una mujer que está de novia con un imbécil.
No se trata de hacer una defensa de Godard ante una posible injuria, o de considerar cualquier relato sobre su vida como algo intocable por el cine. A Godard hay que criticarlo, y si se puede haciendo cine. El suizo declaró que esta película era una idea muy estúpida y sus realizadores corrieron a poner la frase en el afiche, tal vez porque para Hazanavicius el cine de Godard sea, como dicen algunos de los personajes que habitan el film, “una cosa bella y llena de libertad”. La frase peyorativa utilizada en el poster sería entonces otro acto godardiano libre, y hasta incluso rebelde, frente a ese Godard, triste, amargado, demasiado serio, muerto.
Desde ya que es una no-lectura del cine de Godard. Como buen publicista, el director de Godard Mon Amour considera que en sus películas hay un estilo definible y que como tal puede tomarse prestado, readaptarse, como un molde para jugar. Al igual que en El Artista, la forma es un hecho absolutamente separado del contenido, un agregado. Y si en esa película la nostalgia se daba por el pasaje de una forma de hacer cine a otra nueva, en Godard Mon Amour lo que parece lamentarse es que el director no haya realizado más películas en el estilo de Sin Aliento (1959), que serían desde su punto de vista menos comprometidas, románticas para con el cine y más divertidas. Obviamente la perspectiva parece la de un estudiante de cine que todavía no descubrió la relación existente entre la primera etapa de la nouvelle vague y el cine clásico norteamericano. La idea del cine americano es inexistente, con lo cual lo único oponible a la (discutible) etapa maoísta de Godard es la superficie Pop de sus primeras películas.
Entonces Godard se comporta durante todo el metraje como un burgués ingenuo, al que siempre se le rompen los anteojos en medio de los enfrentamientos de mayo de 1968. Aquí no hay nada de la angustia generacional burguesa que se veía en las películas de Eustache o (Philippe) Garrel. Esos films, a los que se les podría encontrar un síndrome suicida como regodeo trágico, al menos surgen del temperamento de aquella generación. Hazanavicius se comporta como un joven estudiante de cine que descubrió frases de Pasolini sobre los burgueses de Francia y creyó ver oro.
Lo que se termina retratando es un ser bastante despreciable y egocéntrico, cuya visión política está atravesada por una confusión que habla más mal de él que de una utilización de las contradicciones como proceder político. Estamos ante una película anti-política, donde la militancia es una enfermedad ridícula que conduce al vacío y la muerte, una que no se lamenta y que no representa caída alguna. Para Anne parece ser simplemente lo que fundamenta la separación con este loquito egoísta, y para Hanavicius es tal vez lo mismo -pero con el agregado de que también resulta un poco tierno, porque es un genio y le tenemos cariño.
La evidente crítica a la utilización del cuerpo femenino como objeto queda obsoleta, además de que parece no entenderse lo deliberado de ello como operación política en las películas de Godard. Así sucede en el momento en que notamos que todo el film se subordina por completo a la sombra de su figura, que de sostenerse como se propone, debería ser secundaria y operar sobre el personaje de Anne, permitiéndole estar en el centro.
Al adaptarse a eso que entiende como estilo godardiano, no solo lo separa de su política; también se despoja a Wiazemnsky de su subjetividad. Finalmente la cuestión queda clara: Anne es la minita que escribió el libro que sirve para pasar un buen rato con las divertidas aventuras del Maestro.