La nueva Godzilla tiene a su favor la obligada comparación con las fallidas versiones anteriores. Tanto la de Roland Emmerich de 1998 como el pésimo reboot de 2014 incursionaban en un pastiche pomposo y mal actuado, preñado de efectos de estridente acumulación y confusión narrativa. Aquí, Michael Dougherty parece dispuesto a recuperar el espíritu de la historia original, esa oda a un rey temible que también puede salvarnos, en un relato de apocalipsis global con aires de reconciliación familiar.
Todo comienza con los ecos de la estelar aparición de Godzilla en San Francisco, y los consabidos temores al reino sumergido de Titanes que hiberna desde los orígenes de la Tierra. Un poco de fábula, otro de historia, el cruce entre la ciencia y la fantasía es efectivo sin genialidades, y logra entretejer las disputas entre criaturas míticas y prehistóricas, la distinción moral entre amos e intrusos, todo con una extraña mezcla de épica y nostalgia.
Uno de los saltos notables de esta secuela -además de construir con criterio las relaciones familiares que serán epicentro de la película- son las actuaciones. Vera Farmiga y la excelente Millie Bobby Brown nutren a sus personajes de impulsos y motivaciones que exceden las directivas de guion. Ese mundo de decisiones éticas y deberes profesionales consigue dar vida a una historia que, a la larga, se dirime en la lucha encarnizada de monstruos digitales.