Necesitaremos bombas más grandes
Qué similar que ha sido el trayecto de las franquicias taquilleras de los ‘60s, explotadas y re contra explotadas a lo largo de tantos años que han alternado varios ciclos de seriedad y parodia, drama y comedia. Pasó con James Bond, pasó con Batman y pasó con Godzilla. Éste último ejemplo puede ser confuso si no se han seguido de cerca las payasadas del monstruo favorito de Japón, donde se le rinde tributo bastante seguido.
Occidente ha producido tan solo Godzilla (1998), y tuvo el buen gusto de esperar 16 años antes de tratarlo de nuevo con otro film, también llamado Godzilla (2014). Si creían que la primera película se tomaba al monstruo en serio, esperen a ver esta, en la que una coalición internacional de fuerzas científicas y militares da caza a una fuerza natural monstruosa alrededor del mundo. Es como Contagio (Contagion, 2012) pero con saurópodos radioactivos.
El componente humano de la historia lo forma la familia Brody, lo cual quizás sea un homenaje a Tiburón (Jaws, 1975). El pater familias Joe (Bryan Cranston) es un ingeniero civil erradicado en Japón, obsesionado por los patrones sísmicos de lo que – concluye – debe ser un monstruo subterráneo. Sus advertencias caen en oídos sordos, y la planta nuclear donde trabaja sufre una pérdida catastrófica. Años más tarde, su hijo Ford (Aaron Taylor-Johnson) viaja a Tokyo a buscarle, y su padre le arrastra en su obsesiva búsqueda por encontrar al monstruo. Tienen para rato, porque Godzilla no aparece hasta la última media hora. Ustedes decidan si eso constituye una estafa o no.
Pero la película no nos da un monstruo sino tres, y la sorpresa es que Godzilla está del lado de la humanidad, o mejor dicho del “balance de la naturaleza” según el experto en monstruos Serizawa (Ken Watanabe), como si la humanidad representara ese balance. Evidentemente el panda y la capa de ozono no forman parte de la naturaleza, o Godzilla no defendería nuestra hegemonía con tanto celo. La cuestión es que Serizawa quiere dejar que el “depredador alfa” se haga cargo de los otros monstruos, mientras que la oximorónica inteligencia militar quiere aniquilarlos a todos con bombas nucleares, a pesar de ser informada reiteradas veces que se alimentan de energía nuclear. “¡Tiraremos bombas más grandes!” es la respuesta, y va en serio.
Más allá de la ridícula trama (en su defensa, es un ápice más verosímil que la primera) habría que juzgar a una película de desastres por dos cosas: el espectáculo de la destrucción, y los personajes atrapados en medio. Hay cantidades pornográficas de lo primero, mientras esperamos la aparición de la diva Godzilla: algunas buenas escenas en la que los titanes batallan y demuelen ciudades enteras, algunas malas en las que desaparecen con un sigilo implausible para bestias de 90 metros de altura. En cuanto a personajes, la audiencia necesita de alguien a quien aferrarse y no hay mucho para elegir.
Las opuestas fuerzas de la ciencia y la militancia son encarnadas morosamente por Watanabe y David Strathairn sin un atisbo de personalidad o profundidad. En el medio se encuentra Ford, de quien no sabemos nada y resulta ser nuestro héroe por la casualidad de encontrarse constantemente en el lugar correcto en el momento correcto. Taylor-Johnson no aporta nada del carisma que demostró en Kick-Ass (2010), eligiendo una expresión entre el enojo y la confusión que le dura toda la película. Y finalmente tenemos un clásico del género, la esposa que trabaja en el hospital y aguarda pacientemente a que la pasen a buscar.
Godzilla no es lo que se dice un paso hacia adelante para el género. Tampoco es un paso atrás. Es la sonora repetición del estándar de producción de remakes que Hollywood encabeza en esta era, a la par de otros tibios y poco inspirados esfuerzos como RoboCop (2014). Suple entretenimiento con un profesionalismo de manual, pero carece de entusiasmo o buenas ideas.