Good Time: Viviendo al Límite (Good Time), ¿un lindo rato o una temporada en la cárcel? En inglés existe la expresión “doing time”, hacer tiempo, cumplir una condena. Es un horizonte que los protagonistas contemplan durante toda la película. En los primeros minutos, Connie y su hermano Nick asaltan un banco. El atraco termina con el auto de escape estrellado y Nick en un patrullero. Connie, que logró escapar, intentará rescatarlo durante una noche interminable. Hay varios tiempos, entonces: el de la cárcel y el de las veinticuatro horas de la trama. El tiempo está siempre presente, no como lindo rato sino como cuenta regresiva.
Good Time es un film claustrofóbico, de insistentes primeros planos y un ritmo arrollador. Es, además, una experiencia deliberadamente molesta, casi insoportable, asfixiante. Connie recorre calles, barrios pobres, hospitales, parques de diversiones; nosotros, desde nuestras butacas, apenas recorremos su rostro. El fondo está casi siempre fuera de foco. La ciudad es un sinsentido, un paisaje quebrado, vagas formas arquitectónicas, luces fluorescentes y televisores prendidos. Connie está desesperado y no tiene tiempo -siempre el tiempo es lo que falta, incluso más que el dinero, que también escasea- para entender lo que ocurre a su alrededor.
La estética remite a la de otro periplo nocturno, el de La Larga Noche de Francisco Sanctis (2016). En aquella película, el fondo, que tampoco se ve claramente, es lo indecible, el terrorismo de Estado que se esconde en las sombras. En Good Time, mientras tanto, no hay un contexto de dictadura, pero sí de precariedad económica.
Desde el principio del cine, al menos en Estados Unidos, las historias sobre criminales son, en general, sobre el sueño americano. “Making it”, como dicen los estadounidenses. Llegar al paraíso de riqueza, a la mansión y el auto, que guardan un valor que va más allá de lo material. Son objetos sagrados, que justifican una vida. Sin embargo, se trate de La Ley del Hampa (Underworld, 1927), Los Violentos Años Veinte (The Roaring Twenties, 1939), El Padrino (The Godfather, 1972), Érase Una Vez en América (Once Upon a Time in America, 1984) o Gánster Americano (American Gangster, 2007), estas historias suelen tener la forma de una tragedia griega. “The rise and fall”, el éxito y la caída. En Good Time, ya no hay tiempo para una tragedia. Ni éxito ni caída, sólo una meseta de monotonía y mediocridad. Criminales de poca monta, para quienes el sueño americano siempre será un sueño.
El éxito económico es una posibilidad ajena al presente, una conclusión que nunca llega. Las vidas de los personajes son, entonces, caminos inconclusos. Y las actuaciones evocan esta naturaleza inacabada: no encierran a los personajes en sentidos unívocos, sino que los dejan abiertos a lo desprolijo e impredecible.
Robert Pattinson, que se calza las zapatillas de Connie, es un nervio expuesto, pura ansiedad y energía. Su personaje de Crepúsculo (Twilight), la saga adolescente sobre vampiros y licántropos, quedó en el espejo retrovisor. En Good Time, es un actor vital, que no parece estar actuando sino reaccionando instintivamente. Lo mismo ocurre con el resto del elenco. Jennifer Jason Leigh, como la novia del protagonista, es un pozo de neurosis y fragilidad que recuerda a la Gena Rowlands de Una Mujer Bajo la Influencia (A Woman Under the Influence, 1974). Y Ben Safdie, que además co-dirige el film con su hermano Josh, interpreta a Nick, un hipoacúsico con una discapacidad intelectual. Sus escenas parecen arrancadas de un documental. No se nota el esfuerzo de una interpretación, sólo su rostro.
Cuando aparecen los créditos, no podemos decir que logramos conocer a estos personajes. En noventa minutos de película, o veinticuatro horas en la narración, no es posible conocer a nadie. Apenas alcanzamos a intuir un antes y un después. ¿De dónde vinieron estas pobres almas? ¿Y hacia dónde van? Es la diferencia entre el cine y las series. El cine no puede competir con las veinte, treinta o cincuenta horas que tienen las series para desarrollar personajes. Algunas películas no lo entienden y nos brindan personajes encorsetados, que deben aprender lecciones y evolucionar en brevísimos instantes. Otras, como Good Time, aceptan las características del medio y dejan que los personajes existan libremente en la pantalla.