Noble empatía de una extraña pareja
Un taxista senegalés parlanchín y un taciturno pasajero pelirrojo establecen en una semana algo parecido a una amistad. Sin embargo, este film melancólico, que desde el título habla de una despedida, tiene a la familia como temática.
El comienzo no podría ser más directo y concreto, pero sin embargo no deja de causar inquietud, de evocar un misterio. Exterior, noche. Un taxi surca las calles de una ciudad estadounidense. El chofer es de ésos a los que les gusta sacar conversación. Y empieza por hablar de sí mismo: que es senegalés, que extraña Dakar, que su esperanza es juntar dinero para mandar a su familia, allá lejos, del otro lado del océano. El pasajero, en cambio, que le lleva más de cuarenta años, no podría ser más hosco: mira perdido hacia la noche vacía y prefiere callar, hasta que hace una extraña proposición. Mil dólares si en unos días lo lleva a un lugar llamado Blowing Rock, una montaña en las afueras de la ciudad. “¿Vamos viejo, qué va a hacer, va a pegar un salto?”, pregunta con sorna el taxista negro. Pero la mirada de su pasajero blanco le borrará la sonrisa.
A partir de allí, el tercer largometraje del director neoyorquino Ramin Bahrani –autor de Man Push Cart (2005) y Chop Shop (2007), tan elogiadas en el exterior como desconocidas en Argentina– irá planteando la simbiótica relación entre esos dos hombres, que no podrían ser más diferentes y que sin embargo van a ir construyendo, en menos de una semana, casi sin darse cuenta, algo parecido a una amistad. El taxista se llama Souleymane, pero todos, para hacerla corta, lo llaman Solo. Forma parte del ejército de inmigrantes que en Estados Unidos conforma la clase prestadora de servicios. Como su nueva mujer, por caso, una mexicana que está embarazada de Solo. De William, en cambio, no se sabe casi nada, salvo que le gusta escuchar a Hank Williams –“el mejor compositor de música country de este país”– y que todas las noches va al cine y disfruta de unas pocas palabras con el muchacho que trabaja en la boletería.
Film melancólico, que ya desde su título sugiere una despedida, Goodbye Solo quizá no es tanto una película sobre la amistad como sobre la familia. ¿Qué significa ser padre, por ejemplo? Afectuoso, familiero, a Solo le cuesta entender esa tendencia a la diáspora de la sociedad estadounidense. “¿Qué pasa con ustedes que viven todos separados?”, le pregunta siempre con bonhomía al taciturno William. “¿Y vos, qué hacés tan lejos de tu casa?”, recibe como única respuesta. Es verdad, Solo confiesa que ha dejado allí a una mujer, pero en su nuevo país no sólo está por ser padre por primera vez, sino que también se comporta como tal con Alex, la hija preadolescente de su compañera mexicana. Y él mismo, de alguna manera, se preocupa por la suerte de William como si ese pelirrojo demasiado curtido por la vida (interpretado por Red West, que supo ser guardaespaldas de Elvis Presley) fuera un poco su propio padre.
Con tacto y sensibilidad, el director Bahrani nunca pulsa las cuerdas más agudas o sentimentales de su instrumento. Prefiere en cambio que las pequeñas situaciones, las miradas mudas entre los personajes, los pantallazos de esa ciudad anónima –fotografiada por Michael Simmonds con una luz que recuerda la soledad de los personajes de la pintura de Edward Hopper– vayan trazando las líneas del relato. La cámara siempre parece estar en el lugar justo: ni muy cerca ni demasiado lejos. Los tiempos, regulados por el propio Bahrani desde la mesa de edición, son pausados, sin llegar a ser parsimoniosos. Y la síntesis impera: casi no existen personajes salvo Solo y William, o si existen tienen una presencia en off, como “Porkchop”, la operadora del radio taxi.
Hacia en final hay quizás una gravedad un poco forzada, una metáfora demasiado densa sobre las distintas maneras, paradójicamente, en que ambos amigos piensan en el modo de levantar vuelo de este mundo. Pero aun así, a pesar de ese lastre, la relación entre esos dos personajes tiene una empatía muy auténtica, muy verdadera, que ennoblece la película.