Abismos y soledades
Todo comienza en el interludio nocturno de una charla a bordo de un taxi: el chófer, un hablador consuetudinario (como cualquier taxista) que vino de su Senegal natal en busca del “american dream”, con ojos sanguíneos y expresivos; detrás, envuelto en el velo de la intermitencia oscura, el habitual pasajero parco, un hombre ya maduro cuyo rostro arrugado acusa no sólo el paso inevitable del tiempo sino una vida con exabruptos y altibajos como la de cualquier mortal.
¿Qué es lo que tiene de particular para el taxista este pasajero en tránsito que no tengan aquellos otros que se plantan en el asiento de atrás con sus miserias, historias y soledades en el abismo de la noche? Quizá un pedido especial que roza la más absoluta intimidad y confiesa silenciosamente un secreto que no se dice pero que el silencio persiste en gritar: llevarlo el 20 de octubre a la cima de una montaña llamada Blowing Rock.
Un halo de incerteza y misterio recorre los noventa minutos en que transcurre Goodbye solo, tercer opus del realizador norteamericano Ramin Bahrani –nombre desconocido para el ámbito cinematográfico local- protagonizado por el senegalés Souleymane Sy Savane (taxista de profesión, que tuvo entre sus pasajeros al propio Bahrani y motivó esta película) y Red West, exclusivamente.
Ese misterio lejos de resolverse se agiganta a partir de una justa dosificación de información que despierta en Solo (Sy Savane) una serie de hipótesis y conjeturas que lo irán sumergiendo en la vida del enigmático William (West, otrora guardaespaldas del mismísimo Elvis Presley) con quien entabla una extraña relación que va más allá de la sencilla amistad y se dispara hacia zonas grises, donde el director desplegará una serie de subtramas apuntadas todas ellas a diferentes aspectos de las relaciones humanas con sus aristas más visibles como -por ejemplo- la relación entre padres e hijos y las menos evidentes tales como la soledad, los sueños frustrados, etc. Sin apelar al sentimentalismo y con una fuerte marca de austeridad en la puesta en escena, además de un ritmo pausado en la trama, sin excesos verbales, el director consigue con pocos recursos cinematográficos y una cámara atenta pero no invasiva adentrarse en la psicología y motivaciones de sus criaturas vampirizándolos en la soledad de la noche, respetando siempre el punto de vista de Solo en concordancia directa con el del espectador para ponerle algún nombre y espacio a los abismos y a las soledades humanas sin clausurar el relato bajo ninguna prédica moralista o fábula, pero eso sí con una melancolía soberbia que impregna a cada plano de una genuina emoción.