La austríaca Goodnight Mommy tarda en mostrar sus cartas y, cuando lo hace, sorprende con una mano inesperada. El tono austero con el que Fiala y Franza narran la historia hace acordar a Haneke, en especial a Funny Games: los planos, prolijos y cuidados, serenos, no sugieren la crueldad que habrá de estallar cerca de la mitad del metraje. Incluso esa crueldad muestra una evidente marca hanekiana: la violencia a veces es gratuita, los personajes infligen dolor sin demasiado esfuerzo, el cuerpo se destroza de a poco y en las zonas menos esperadas. El relato comienza contando la vida más o menos bucólica que dos pequeños hermanos gemelos llevan junto a su madre en una casa de campo. La arquitectura, moderna y gélida, en completo desfase con el paisaje, informa del carácter extraordinario del lugar y sus habitantes. Los chicos se divierten solos y la madre regresa no se sabe de dónde, distante y con la cara vendada. Los hijos comienzan a rondarla en silencio por los pasillos de la casa a la caza de alguna explicación, pero lo único que obtienen son retos y gritos. La madre, cada vez más una extranjera, se transforma en una amenaza: Luke y Elias la acechan, hacen planes de escape, construyen armas para defenderse de la eventual impostora. Pero es allí, justo cuando el conflicto se presenta diáfano y la maquinaria del horror está a punto de echarse a andar, que la película modifica las reglas de juego: ahora el relato ya no estará centrado en los chicos sino en el calvario de la mujer, de la que poco a poco se irá conociendo el pasado. Del terror psicológico del comienzo se pasa sin escalas a una película de tortura: Fiala y Franza mantienen la fotografía brillante de la primera parte y los planos siguen igual de cuidados que al principio. Es como si los directores tomaran parte en un desafío: generar un miedo profundo a través de una luz cegadora y de una singular armonía visual, sin nada parecido a los sobresaltos, el abuso de la oscuridad o las persecuciones que abundan en las versiones menos pulidas del género. El guion parece tan seguro de sí mismo que uno de los momentos de mayor tensión (cuando llegan a la casa dos enviados de la Cruz Roja a pedir una donación) se resuelve apelando a un humor discreto, casi simpático. El final depara una vuelta de tuerca bastante menos interesante que el giro que se da sobre la mitad, y el cierre se hace a las apuradas, como si la película fuera consciente de su propio desgaste y tratara de terminar las cosas rápido, para no darse la oportunidad de arruinar el clima logrado hasta esa parte.